Una anécdota

sábado, 9 de mayo de 2015



Tenía prohibido ducharme por la mañana. También después de las 9 de la noche. Así que empecé a actuar. Me levantaba y, silenciosamente, abría mi puerta. Dos pasos más tarde, la del baño. Y cerraba rápidamente como si ya nada pudiera detenerme. Me desnudaba rápido y me metía en la bañera. Me duchaba en 5 minutos, sin exagerar (lo cual antes de hacerlo me parecía impensable), y me secaba muy rápido con la toalla. Silencio. Intentaba escuchar algún sonido que me diera alguna pista de lo que estaba ocurriendo ahí fuera. Nada. Todo en orden. A lo mío. Me peinaba y me ponía espuma (fundamental) y abría la puerta, de nuevo, sin hacer ruido (o el menor posible). Rápidamente a mi habitación. No era fácil que me cruzara con alguien, pero siempre podría haberme encontrado su cara de frente. La verdad es que daba miedo. Una vez en mi territorio me vestía y me ponía un gorro para ocultar la evidencia. Pero, un día ocurrió. Me encontré con ella cuando estaba a punto de salir de casa y me preguntó algo. Yo sonreí, dije que tenía prisa y me fui. ¿Se daría cuenta? ¿Fui capaz de engañarla? Una vez salí por la puerta, un día nuevo empezó, y otra vez cogí el bus, la DLR y el metro. Al menos nadie podría decirme que no hacía todo lo posible por oler bien.

LARA BARRERA

Mi Isla Bonita del 97

domingo, 3 de mayo de 2015

En el verano de 1997, el mismo mes que murió la Princesa Diana, me había hartado de la isla mediterránea donde había pasado un año de mi vida y ya me había cansado de tantas fiestas locas de verano. Aunque me dolía mucho, sabía que esta era la única oportunidad que me iban a ofrecer para salir de la isla y conocer más de lo que había al otro lado del mar Mediterráneo, la Península. Lo único que me quedaba era despedirme de Matéu y Maribel. Se notaba ya que el frío húmedo de octubre no quedaba muy lejos. Maribel, fiel como siempre, llegó a primera hora a ayudarme a montar todas mis cajas y trastos en mi coche. Siempre me hizo gracia que su madre confiara mucho en mí para cuidar a su única hija de los peligros de salir por la noche de marcha en la Cala. Como yo no bebía alcohol, siempre llevaba a Maribel en mi coche inglés, un coche con el volante por el otro lado, pero a su madre no le importaba esto porque sabía que a su niña siempre la iba cuidar como si fuera a mi propia hermana pequeña. 


Matéu llegó tarde porque se había quedado dormido.  Tenía el pelo rubio, por el sol mallorquín, hecho un desastre. Me miraba con ojos soñolientos. Se disculpó por haber llegado tan tarde.

- Lalita, pareces una gitana que va al mercado con tantas cosas embutidas en tu coche raro. 
- Bueno, esto es todo lo que traje de Inglaterra y lo que he acumulado de mi vida aquí.
- ¿Quién conduce, Lalita, tú o tu peluche?

Como no había otro sitio en el coche dónde meter a Xisquito, el dinosaurio de peluche que me regalaron, lo logramos poner sobre todas las cajas que iban en el asiento del copiloto.

Ya era hora de dejar mi vida allí en este pueblo tan pequeñito. La isla donde había dejado atrás mi pasado y comenzado una vida completamente nueva. Fue mucho el cariño que le cogí a mi nueva vida; una vida donde había vivido soledades, tristezas, la muerte de una relación sentimental y el nacimiento de nuevas amistades, aventuras, sueños y, sobre todo, que me había enamorado de un chico de la isla. Faltaba poco para marcharme y pensé que eran tantas las cosas que no había dicho o vivido todavía con mi mejor amiga y el hombre al que había llegado a querer tanto. Nos despedimos con dos besos. Los besos con Matéu duraron un poco más que lo normal. No creo que Maribel se percatara, quizá por las incesantes lágrimas que en ese momento brotaban de sus ojos y que luego bañaban sus jóvenes mejillas.

Ahora me iba para siempre. Veía por el espejo retrovisor del coche cómo las figuras de Maribel y Matéu se hacían paulatinamente más pequeñas. De repente, mi corazón se partió en mil pedazos. No sé lo que me esperaba en el verdor del norte de España, donde hacía frío y llovía incesantemente. Pero lo que sí sabía claramente era que aquí, en esta isla a la que odié tanto al principio por la soledad que sentí cuando llegué hace un año, estaba atrapado mi corazón y ya no me quería ir nunca… nunca.

SABERA AHSAN

A Letra Viva en El Ojo de la Cultura - Hispanoamericana

lunes, 16 de febrero de 2015

Hola amantes y vividores de las letras!!

Os enviamos el link con el artículo que Enrique Zatttara, nos ha dedicado en la revista El Ojo de la Cultura - Hispanoamerican.

¡¡Estamos en este enlace !!

No os lo perdáis.






Cotton Candy Hospital

domingo, 15 de febrero de 2015


                                   Sabera Ahsan

Your scent still lingers along this sterile corridor,
Alive and warm sweeping me up in your cotton candy arms.
Letting me believe that in this hour of dire need I am yours, all yours.
We play at husband and wife like two toddlers oblivious to the world and those around us.
This sofa is ours this moment belongs to us there is no other world outside this moment.
No her, no him, no them, just you and I.
As I infuse my limp body into your warm chest, my now skinny bare legs entwined in yours.
Your arms envelop me like the sweetest nectar.
As if I have a whole life time ahead of me with you
As if this were my last dying moment on this earth.
I whisper your name to my ever faint heart and soul wishing praying you are still here when I awake,

If I awake

Hosptial de Algodón de Azúcar

Haciéndome creer que en esta hora de extrema necesidad soy tuya, toda tuya.
Jugamos a maridos y mujeres como dos niños ajenos del mundo y de la gente  alrededor.
Este sofá es nuestro. Este momento nos pertenece. No hay otro mundo fuera de este momento.
Ni ella, ni el, ni ellos. Solo tú y yo.
Dejando reposar my cuerpo flácido en tu pecho cálido, mis ahora raquíticas piernas desnudas se entrelazan con las tuyas.
Tus brazos me envuelven como el néctar más dulce.
Como si tuviera toda una vida por delante, contigo.
Como si este fuese mi último suspiro de vida en esta tierra.
Susurro tu nombre a mí, por siempre rendido corazón y alma, deseando, rogando que estés aquí cuando despierte,

...si es que lo hago.

A Letra Viva en el periódico El Ibérico de Londres

jueves, 14 de agosto de 2014

Hola amantes y vividores de las letras!!

Os enviamos el link con el artículo que nuestra amiga y colaboradora periodista Sheyla Barroso, nos ha dedicado en el Periódico El Ibérico.

¡¡Estamos en la página 4!! No os lo perdáis.

Artículo en el periódico El Ibérico








¡¡A Letra Viva, con más ganas que nunca!!


Un abrazo,

 ALV


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El encuentro

jueves, 10 de julio de 2014

Carmen M. Almenara

Como en un sueño delicioso
al fin siento tus manos, de nuevo
acariciando mi espalda,
tus labios lascivos en los mios,
tu cabello salvaje entre mis dedos...
Nuestros besos, juguetones,
saltan por toda nuestra piel
sin dejar un recodo vacío.
Te mueves, me muevo;
me besas, te beso;
caricias, más besos;
rodamos, el suelo;
la luz del sol de nuevo.
Bailamos sin música,
el cuerpo es el instrumento.

Behind my ivory shoes

domingo, 6 de julio de 2014

ANNA PARCERISAS

I will dream about a person tonight
I will see strange kisses
Behind my ivory shoes.
And I’ll feel as if my lips
were part of them.
Tonight I’ll see inner awareness,
Aloofness,
And deep humid distance
Behind my ivory shoes.
And as a sharp thorn of pain
Those kisses will block my eyes,
As you will be kissing her face,
Behind my ivory shoes.
Tonight I’ll be a spectator,
You’ll make me invisible,
And in this pristine distant bed
You’ll appear in my mind again,
Behind my ivory shoes.
Turning my lips carmine,
Blinding my eyes,
And tormenting my flesh
With a soft destruction.

© Anna Parcerisas Casanovas

The last poem

domingo, 29 de junio de 2014



SABERA AHSAN 

Your lips, your smile
an apple cinnamon infused room of smoke
I melt the tips of my fingers across your crooked grin
Your lips feel cotton soft
I inhale the fruit from your breath 
You break my spirit with your honey almond eyes
I see centuries of pain and war within the deep chasms of your soul
Your image fades as the smoke diffuses into the summers night
I can no longer see you...

Por hoy

sábado, 28 de junio de 2014

P. ROMERO
Inglaterra:
Me tienes aquí, Inglaterra,
con tu peculiar gastronomía,
tu anacrónica realeza
tu incapacidad para empatizar
y tu enervante adicción a la agenda.

Me tienes aquí, Inglaterra,
con tus diluvios inagotables,
tus monocromáticos cielos,
tus paraguas rotos
y tus gélidos oleajes urbanos a la orilla de tus banquetas.

Me tienes aquí, Inglaterra,
amarradita de un ala,
embobadita, cautivada,
declarando mi amor, mi amor por ti.
Porque no eres ni sonrisa acartonada ni mercado de cachivaches en oferta;
eres la sobriedad del que observa, evalúa y espera.
Posibilidad solo para quien cree, persigue y  persevera.
Eres reto y derrota; desilusión y volver a empezar.

Eres tu sol, Inglaterra, tu sol que, como lo promete al emprender sus largos viajes, invariablemente regresa.
Tu sol cuya ausencia nos recuerda el valor de una gota de su luz que se cuela por nuestra ventana y solo cálidos besos sobre nuestra piel impregna.
Eres tus amapolas que yacen sobre el campo cuando el tiempo ha dictaminado que ha llegado la hora de su extinción.
Eso eres mi Inglaterra: tus mismísimas flores silvestres que sin aspavientos ni fanfarrias mueren y resurgen de la catástrofe estableciendo su señorío.
Y lo haces callada. Discreta. Moderada.
Por eso, mi Inglaterra,
me tienes aquí.
Por eso,
al menos por hoy,
no me voy de ti.

Originalmente publicado en:  http://promeroescritos.wordpress.com/2014/04/18/por-hoy/

Roto

miércoles, 25 de junio de 2014

Carmen M. Almenara
Se me ha estropeado el tiempo.
Quizás lo estiré demasiado.
Ya no marca los momentos
a la muñeca amarrado.
Ya no escucho su tic-tac
ni acusadoras manillas.
Ya no siento sus minutos,
ni sus horas intranquilas.
Camino por este espacio
con el tiempo arrebatado,
sin ligadura a mi pecho,
sin sus prisas ni codazos.
Se me ha estropeado el tiempo
quizás lo estiré demasiado.
Me liberé de su yugo,
no volveré a ser su esclavo.

¿Por qué todos los edificios modernos son acristalados? (Relato porno-erótico)

martes, 24 de junio de 2014

AndreaK
¿Por qué todos los edificios modernos son acristalados?
Es una torre de 25 pisos, recubierta de cristal traslucido, que hace de gigantesco espejo de la zona.
Yo voy a la planta 18. Entro en el vestíbulo y llamo al ascensor, el mármol del suelo y las paredes brillan tanto que me veo reflejada.
Mi abrigo negro termina en mis rodillas, se entalla a mi cuerpo  con cinturón que marca mi cintura y la decora con un lazo.
El pelo suelto cae sobre mis hombros ocultando del cuello alto del abrigo.

Zapatos de tacón y el maletín en la mano,  verdaderamente parezco una alta ejecutiva, con una cuenta de inversores.
Entro en el ascensor, aprovecho que nadie me ve y recoloco delicadamente las medias.
En ese momento recuerdo que la cámara de seguridad está en la esquina derecha, y la saludo traviesa.
Se abren las puertas enfrente esta un gran mostrador donde me recibe una recepcionista, le digo que tengo una cita con el señor Jonhs, lo chequea en su ordenador, obviamente no lo encuentra, (es mentira).
Dando a notar mi autoridad, le digo que no puedo esperar, que se lo comunique al señor Jonhs que la señorita Rojo está esperando.
Lo llama y susurrando preocupadamente por el teléfono; me describe.
Entonces cuelga y me comunica que pase, el pasillo de la izquierda la última puerta.
Me pide disculpas, asume que será un error informático, me ofrece si deseo algo para beber.
Me encamino  hacia el pasillo, la moqueta ahoga el sonido de mis pasos.
Llego a la puerta, la abro ligeramente sin hacer ruido.
Su despacho una gran sala con dos paredes de cristal con vistas vertiginosas de la ciudad, a la izquierda una gran mesa clásica de despacho con  un ordenador de gran pantalla y una butaca cómoda de piel negra.  A la derecha  frente a la puerta  una gran mesa de dibujo llena de planos, reglas y lápices. Frente a ella el sentado en un taburete giratorio.
Nota mi presencia se gira, sorprendido y un poco nervioso, sonríe.
Pregunta: ¿Señorita Rojo? se ríe. Gracias, por venir hasta nuestro estudio y pensar en nosotros para sus inversiones.
- A pesar de la confusión de la entrada, es un placer tratar con usted (digo mientras poso el maletín en el suelo, caminando hacia el deshaciendo el nudo de mi abrigo y lo dejo caer al suelo).
- Estaré encantado de mostrarle nuestras ideas;  mientras dice esto con un pequeño mando blanco, sube ligeramente el hilo musical y  bloquea la puerta.
Me mira todavía sorprendido y exclama. ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? Me vas a volver loco!! Suspira y me mira el escote.
Dejo caer los tirantes del vestido, empujo el vestido hacia abajo, dejando al descubierto el corpiño de lencería negra y azul. Persigue el  camino del vestido con su mirada, descubre el ligero que sostiene las medias. El suspira otra de nuevo. Cuando el vestido toca el suelo, me rodea con sus brazos coloca sus manos  sobre mi culo, me alza  en el aire y me sienta sobre la mesa, frente a  él.
Mi pecho está a la altura de su cabeza. Me mira pícaramente intentado descifrar, por donde se comienza a desmontar el corpiño. Desabrocha tres broches del escote, y mis pezones  están a punto de precipitarse fuera de él. Sus manos en mi cintura presionan levemente el corpiño hacia abajo, provocando que mis pezones se precipiten al vacío, pero muy caballeroso los rescata con su boca. Cariñosamente  los rodea  cada uno con una mano  y hunde su cabeza en medio.
Siempre que hace eso denoto que su respiración cambia a una tono más  relajado y seguro, como el del un niño dormido en brazos de su madre. Entonces en  voz baja y tranquila, afirma: no me vas a volver loco; ya estoy loco.
Rrrrrr!!!! Con un pequeño gruñido de gatito, se abalanza sobre el  pezón derecho, el izquierdo está atrapado entre sus dedos, sabe que eso me hace perder el sentido.
Apoyo mis manos sobre la mesa aunque debo de apartar un par de papeles para encontrarla, él se percata y se detiene; pregunta -¿cómoda señorita Rojo?  Me rio y respondo: -no demasiado ¿qué puede ofrecerme señor Jonhs?  Él se ríe de nuevo desliza sus manos desde mi cintura hasta  las rodillas, alza mis pies y los apoya sobre sus muslos.
Mientras me descalzada, me sugiere: - creo señorita que se encontrara más cómoda así.
Separa sus piernas y con ellas las mías que se encuentra apoyadas en ellas.
Besa la cara interior de mis muslos mirándome de reojo,  para descubrir mi ombligo cubierto por una cinta, la sopla suavemente.  Y el lazo cae sobre mi cadera derecha de donde pertenece, lo deshace, antes de deshacer el izquierdo y dejar caer el tanga al suelo, clava su  azul  mirada en mis ojos. Sostengo la mirada, pero él juega sucio y gana, hunde su dedo pulgar en mis labios presionando el clítoris, cierro mis ojos y dejo caer la cabeza.
Su pulgar desciende y su lengua toma el relevo por donde el dedo ha pasado, forman un gran equipo no se dejan ningún milímetro sin recorrer.
Sus labios se pelean con los míos, su lengua negocia con mi clítoris pero en esta guerra, siempre me rindo yo.
Se seca la boca con el puño de la camisa; me deslizo al bajarme de la mesa y traes de mí se  caen algunos planos, uno se ha quedado adherido a mi culo, lo retiro cuidadosamente y lo dejo sobre la mesa.
Mira el desorden  creado con una leve preocupación, que desaparece cuando lo cojo de la mano. Beso su cuello y  susurro en su oído, mi turno señor Jonhs.
Separó la butaca negra de piel del barroco escritorio, lo invito a sentarse en ella. Presiono el pedal bajando su altura habitual,  me inclino para besarle el cuello y desabrochar un par de botones de su camisa, tomando un reposabrazos lo giro frente a mí.
Me arrodillo entre sus piernas, acaricio con una mano suavemente el bulto que su pantalón esconde, con la otra suelto el cinturón. Con las dos manos desabrocho los tres botones de su pantalón y su pene erecto emerge entre mis manos, un delicioso helado de cucurucho  que no puedo resistir el comer. Deslizo mi lengua desde la base a la cima, donde esta deliciosamente húmedo, mis labios la rodean obligándola a entrar lentamente a saludar a mi campanilla.
Rápidamente se pone  tan dura  que llena toda mi boca, es el momento de tratarla con dureza, la sujeto fuertemente con mi mano la arropo con mi boca, provocando que comience a derretirse en mi lengua.
El suspira de placer y exclama, no seas mala ¡! No tan rápido.
Mi respuesta: estaba siendo buena ahora voy a ser mala.

Me pongo en pie y me siento rápidamente a horcajadas sobre él, sin darle tiempo la reponerse, y sintiéndome repleta  dentro mí,  no puedo evitar buscar el placer en cada moviendo, cabalgo tan rápido, que una pequeña explosión me inunda. Su respiración se descontrola y exclama, -Eres mala!!! A este ritmo acabaras conmigo. Sonrió pícaramente y le beso la frente.
Me levanto y voy a recoger el vestido del suelo, vuelvo junto a él y me apoyo en la mesa mientras me pongo el vestido, con una sonrisa  graciosa  me voltea levanta  el vestido dejando un cachete al descubierto, coge una pluma estilográfica del escritorio  y me firma la nalga.
Tengo estampado en el culo el plano en el que estaba trabajando cuando llegue. jajajajajajaja
Me dice: Señorita Rojo espero que le gusten los diseños, hay gente que se ha dejado el culo en este proyecto.


Tu mirada

lunes, 23 de junio de 2014

M. MARTOS
Yo no sé qué me hizo tu  mirada
pues desde que la vi,
hace ya tantos años
que hasta te llaman abuela,
yo sigo viendo a aquella jovencita
que me robo mi primer beso,
con un dulce "Te quiero" pinado a fuego.


Londres eres tú

domingo, 22 de junio de 2014

SABERA AHSAN
Cada paso que tomo, el aire que suspiro eres tú.
En las brisas de otoño y las lluvias de verano, estás tú.
En el olor del café y en el bizcocho tan dulce, estabas tú.
El bus que da vueltas del rio al centro, eres tú.
En lo alto de la colina me cogiste en brazos
como el sueño que esperé durante toda una vida, fuiste tú.
Desde aquí veo Londres en toda su gloria,
las luces que cuentan mil años de historia
y al llegar la noche te veo más lejos… ya no estás tú.
Pero todos mis recuerdos de este gran sitio, los dulces y amargos,
Londres, por siempre serás tú.


Sabera Ahsan



Subversión

sábado, 21 de junio de 2014

P. ROMERO
Son nuestros días las páginas de un libro infantil para colorear:
La vida, su genética y sus circunstancias imprimen las formas y figuras que hemos de matizar;
nos invita a discernir similitudes de diferencias,
a unir puntos que se nos muestran como disgregadas incoherencias
y a cruzar por intricados laberintos imposibles de dilucidar.

Es en las páginas de este libro que se nos adiestra a seguir numéricas instrucciones:
azul es el cielo, verdes las hojas, magentas las flores.
Finitas figuras que acotan el desliz de nuestros crayones,
pues el orden natural tiene sus preferencias y tiene sus razones.

Hojeando las planas de este libro me siento provocada:
resuelvo empuñar con fuerza mis mejores armas enceradas
con ellas me sé capaz de recrear múltiples tonos
por lo que emprendo una marcha subversiva que trascienda los contornos.

En momentos como éste se diría
que imposible será desdibujar las ilustraciones proporcionadas
y que prudente es acoger la estética deseada por una inmensa mayoría.
Mas yo elijo alterar dichos anteproyectos adhiriendo sobre las páginas desacertadas pegatinas
y plasmando paisajes de nubes bermellón, pastos violetas y azules catarinas;
Una estampa  incongruente, ilógica, pueril
porque la vida no es más es un incitante y didáctico librillo infantil.

Originalmente publicado en: http://promeroescritos.wordpress.com/2014/05/05/subversion/

"Noche de tormenta"

martes, 13 de mayo de 2014

AndreaK

El camino a través del bosque esta flanqueado por árboles que crean un túnel natural en el que pequeñas claraboyas entre las ramas, permiten ver que en el cielo no queda una sola estrella que guíe su camino, la tormenta es inminente la llovizna ya ha empapado sus vestimentas y el frío comienza a punzar su cuerpo. Debe de encontrar un refugio seguro.
En ese momento un rayo cruza el cielo, deslumbrando a todas las criaturas de la noche que quedan enmudecidas por el trueno, durante un segundo el silencio más absoluto invade el bosque, un gran ronquido humano rompe el silencio devolviendo la cotidianidad a las criaturas del bosque.
Entre dos árboles una pequeña senda casi imperceptible y laberíntica lleva a una torre de piedra cubierta en parte por la maleza, a los pies de la torre un pequeño cobertizo desvencijado cobija a un guarda orondo completamente borracho, que ronca como un oso,  todavía sosteniendo la jarra de hidromiel en sus manos.
En la parte alta de la torre se intuyen dos pequeñas ventanas y un balcón, en el cual se advierte luz en el interior. Tras comprobar de nuevo que el guarda estaba en inconsciencia etílica, se acerca a la puerta, la empuja y, sorprendentemente, está abierta. Los peldaños de las escaleras de piedra son muy altos, desenfunda su espada y la utiliza como punto de apoyo para el ascenso. Otro relámpago declara iniciada la tormenta, un chubasco hace repiquetear la puerta.
En lo alto de la torre una joven doncella, entristecida por el tedio de la rutina, sueña con poder salir algún día de aquella torre.
Acerca su bañera de latón al fuego donde el agua se calienta, minuciosamente cubre la bañera con un lienzo, para proteger su delicado cuerpo del recio metal y vierte agua caliente en su interior, el vapor empaña los cristales y cubre la estancia de una suave neblina. Junto al espejo de pie hay un biombo que cubre de toallas elaborando una pequeña tienda, a sus pies un brasero mantendrá la toallas calientes (evitando que el espejo se empañe).
Mientras vertía el último cántaro de agua en la bañera, el estruendo de un trueno la sobresaltó y derramó un poco de agua a sus pies, posó el cántaro en una de las columnas de la chimenea.
En ese momento irrumpió en la estancia el caballero, asustada, dio un paso hacia atrás y se cubrió el cuerpo con sus manos, el camisón de baño que vestía era de algodón blanco muy fino casi trasparente y holgado, dejaba pasar la luz de la lumbre marcando sinuosa su silueta. El shock de ver por primera vez a un hombre le impedía hablar. El caballero se disculpó velozmente y le dio la espalda para transmitirle más privacidad y respeto.
- Doncella siento interrumpir en su morada pero la tormenta es fuerte y no he encontrado en este inhóspito bosque otro lugar donde cobijarme, le ruego encarecidamente no su se alarme nada malo le haré, mi código de honor es proteger, no atacar. Solo deseo y le ruego que deje que seque mis vestimentas a la lumbre y me iré en cuanto la tormenta arrecie. No deseo turbarla más de lo necesario. Le ruego continúe con sus quehaceres, yo no la distraeré.
Aunque debo advertirla que el guarda que custodia su morada está tan ebrio que no podrá protegerla de ningún maleante en la siguientes horas.
¿Me concede su permiso para que me quede?
Consiguió reunir un poco de valor y sobreponerse del shock para decir.
- De acuerdo.
El caballero se acercó a la pequeña tienda de paños calientes donde había una silla. Dejó su espada junto a ella en el suelo. Colocó tu capa sobre el biombo evitando mirar a la doncella, que continua impertérrita entre el hogar y la bañera de pie. Para tranquilizarla le dijo:
- Estoy desarmando y completamente helado, nada le haré, le ruego no me tema.
Reuniendo un valor inusitado en ella, espetó rápidamente por miedo a titubear y mostrar debilidad:
- Puede coger uno de los paños calientes  ue tiene a su derecha para secarse, no le temo, el guarda de la puerta no es el único que me protege (una mentira intimidatoria) ¿Qué hace usted por estas tierras?
- Gracias excelencia.
El caballero se despojó de su pesada cota de maya, su jubón estaba totalmente empapado y pegado a su cuerpo dio un paso, tomó uno de los paños y se secó el rostro frente al espejo, entonces, se percató de que podía ver el reflejo de la doncella en él. Avergonzado por su acto tan poco respetuoso, retiró la mirada, pero en ese instante escucho como ella zambullía sus pies en el agua, volvió a alzar la mirada hacia el espejo y vio como también lo miraba, era una pudorosa aprobación. Lentamente se sumergió en la bañera, sin dejar de observar al caballero, que  comenzó a deshacer los lazos del jubón, uno a uno, dejando al descubierto el bello de su torso. Una cicatriz aún reciente surcaba su hombro.
El caballero clavo su mirada en el espejo, ella había acomodado su cabeza en el borde de la bañera y observaba las lenguas de fuego de la hoguera. De repente, un gran relámpago iluminó todos los rincones de penumbra de la estancia. Seguidamente, el ruidoso trueno que alteró la paz del momento. La doncella se sobresaltó, una ola de agua de la bañera se derramó y apagó parte de las brasas del hogar.
Su corazón latía veloz, su respiración se aceleró, tenía miedo, recobró la razón de la insensatez de sus actos. El caballero corrió a azuzar el fuego para intentar que no se apagara. Después, tomó uno de los paños calientes, lo posó sobre los hombros de la doncella y se situó a los pies de la bañera, apenas quedaban dos palmos de agua dentro. El camisón de baño, húmedo, se ceñía a su cuerpo como una segunda piel y dejaba intuir cada uno de sus lunares, que formaban pequeñas constelaciones en el firmamento de su piel; sus pequeños pechos habían sido sazonados en sus cumbres con azúcar moreno, los ojos del caballero los observaban golosos, su ombligo marcaba el nivel de agua, sus rodillas era dos grandes islas que vibraban emitiendo pequeñas olas.
El caballero atisbó en su miraba timidez y curiosidad, extendió su mano para acariciar el rostro de la doncella y apartar un mechón de pelo que atravesaba sus labios. Se acercó más a ella y le colocó el largo cabello tras los hombros.

Ella no salía de su asombro, hipnotizada no podía apartar la vista de él, en el bello de su torso donde dos gotas de agua traviesas jugaban a esconderse, sus brazos fuertes, sus grandes manos que apartaban delicadamente su cabello, su respiración caliente y tranquila; su mirada que la acariciaba sin tocarla.
Apartó el último mechón de su cabello que cubría su pecho, lo coloco tras su hombro. Acarició su mejilla y la miró, por unos segundos. Luego besó su frente ligeramente, después besó la punta de su nariz y, a continuación, sus labios. Estaban calientes y sedosos. Al mismo tiempo que la besaba, sujetaba su cabeza con una mano, la otra fue a parar bajo su costado derecho, a pocos centímetros de su pecho, lo que provocó que sintiera como sus pezones se endurecían, parecían querer llamar la atención de caballero para ser los siguientes en ser besados.
El beso terminó y la razón volvió a la mente de la doncella que, avergonzada, se sonrojó. El caballero la miró con dulzura y le pellizcó la nariz, a lo que ella respondió con una tímida sonrisa. Mientras la mano del caballero que sujetaba la cabeza de la doncella descendía hasta la cintura de ésta, bajo a su cadera, entrando en el agua, continuó el recorrido de su silueta emergiendo del agua nuevamente hasta detenerse en la isla de su rodilla. Volvió a descender lentamente por la cara interior del muslo. Ella ignoraba lo que pasaba pero la sensación era tan tentadoramente agradable que no podía hacerle parar.
La gran mano izquierda del caballero ascendió y escondió su pecho en ella. La abrió levemente y, entre sus dedos, asomó un dulce pezón. El caballero acercó su boca y suavemente lo lamió comprobando que su sabor era más dulce de lo que se imaginaba.
La otra mano continuaba el descenso de la cara interior del muslo, donde descubrió una cueva jamás explorada; se adentró en ella y la conquistó.
De nuevo, un trueno rasgó la cotidianeidad de la noche, pero en este caso la doncella no se sobresaltó, no se percató del relámpago ni del estruendo del trueno, la fruición la había elevado a otro plano donde el placer la llenaba, la envolvía, la protegía…



"Mujer"

lunes, 12 de mayo de 2014

CLAUDIA RAMÍREZ


Eres una flor de frescura eterna,
con esencia de alegría y con los
colores de la armonía.

Con un corazón de pétalos suaves
vas regando a tu paso la semilla
de abundancia.

Tus hojas son los brazos que reciben
el amanecer de la sabiduría
y tus tallos sólo se posan al descanso
del anochecer.

Eres parte del jardín de la vida
con brotes de esperanza y
en la fuerza de tus raíces nace
tu energía mujer.

"Y entonces perdimos la inocencia. La madre y el hijo" (Capítulo 1)

domingo, 11 de mayo de 2014

ANDRES GADEA

Wayne apenas había conseguido saltar al otro lado de la verja cuando un dolor punzante en el costado le hizo comprender que se había hecho daño. En un acto reflejo se llevó la mano al punto exacto del ramalazo y el simple roce de sus dedos le hizo dar un mudo aullido. El escozor era considerable, e incluso sangraba algo, pero en ese momento no disponía de tiempo para comprobar su herida. Debía ser cauto y ágil. De modo que, cubierto por la oscuridad de la noche, corrió sin detenerse hasta alcanzar el bosque que se hallaba a un centenar de pasos. Exhausto por los nervios y el esfuerzo de la carrera, una vez llegado a él tuvo necesidad de echarse al abrigo de un fornido roble. Se alegraba enormemente de haber tomado consigo su gastada chaqueta de lana, pues la brisa de primavera, bien entrada la madrugada, seguía siendo tan fresca que lo hacía estremecer. Poco después, casi sin pretenderlo, se quedó dormido. ¡Lo había conseguido! La granja del señor Stockenson pertenecía ya al pasado.

Los pálidos rayos de sol de la mañana se colaron por entre las ramas de los árboles y despertaron sobresaltado al muchacho, quien tuvo la extraña sensación de haber permanecido en aquel lugar durante varios días; aunque pronto recordó que tan solo habían pasado unas cuantas horas desde que siguiendo la idea prevista lograse escapar en medio del más completo sigilo, sin que el viejo Hoss o los demás empleados de la explotación lo echasen en falta. Miró a su alrededor y se sintió feliz. Era libre. Y en adelante solo él mismo dispondría de su voluntad, se dijo con total convencimiento.

Cuando terminó de desperezarse, optó por examinar mejor su contusión. Había dejado de sangrar, ya que se trataba simplemente de un corte hecho al superar la valla. Bastante superficial, para tranquilidad del chico. E incorporándose poco a poco, este decidió hacer una última verificación antes de proseguir su marcha a través del robledal. Con extremo cuidado, trató de acercarse de nuevo a la vieja residencia de donde había huido, ocultándose, eso sí, tal y como las circunstancias lo requerían. Aún era temprano. La señora Hilary no acudiría al establo donde obraba él hasta el mediodía. Los domingos solía dormir un poco más tras toda la semana levantándose a las cinco, amén de que era muy probable que también estuviese ocupada con el resto de tareas a realizar en el interior de la propia casa. Por ese motivo, Wayne supuso que todavía tardarían en descubrir su fuga. Luego de adivinar que nadie había sentido nada extraño, dada la absoluta calma que se respiraba, comenzó a caminar en dirección a la ciudad. No distaba mucho del bosque, por lo que habría de llegar a ella a media mañana. Sin embargo, para evitar que todo su plan se viniese abajo por un exceso de optimismo, pensó que lo mejor sería continuar la senda entre los árboles, dejando a un lado el río que cruzaba zigzagueando el condado y a otro la carretera principal.

Wayne no se caracterizaba por ser un chico alto ni atlético, pero sí bastante fuerte. Los años de trabajo en la granja habían hecho de su cuerpo el de un perseverante caballo de tiro. Sus hombros se veían asombrosamente anchos bajo la camisa, y se diría incluso que podía soportar el doble de su propio peso sobre la espalda. De igual forma, sus brazos también parecían recios y robustos pese a su edad. Por ello, o tal vez a causa de ello, ya desde pequeño el señor Stockenson lo había utilizado para llevar a cabo algunas de las labores más duras. Su pelo rizo era de color rubio oscurecido; sus cejas, finas, y su barbilla, angulosa; mientras que los grandes ojos, verdes y penetrantes, hacían de su rostro si bien no algo bello, sí al menos agradable ante las pocas chiquillas que había llegado a conocer en aquel apartado rincón del país. Entre ellas, había una a la que todavía echaba de menos con especial cariño y nostalgia: Sally, la hija del señor Hoss, quien había estado viviendo con ellos en la plantación hasta que su madre, de particular ascendencia singapurense, decidió llevarla consigo a Londres para seguir sus estudios de confección.

Sally era un par de años mayor que Wayne, y la extraordinaria hermosura de su cara dejaba fascinados a cuantos la veían pasar. Tenía la nariz y los rasgados ojos de su progenitora, así como el carácter apacible de tan encantadora mujer. Por el contrario, de su padre, el gruñón ayudante del señor Stockenson, no había heredado más que la firmeza en sus ideales, cualesquiera que estos fuesen en su adolescente madurez. La afectuosa aprendiza de costurera había sido la única persona en la casa que había tratado con respeto a un agradecido Wayne, y desde luego lo apreciaba como a uno más de su familia. Si ella hubiese permanecido allí en lugar de marcharse a la ciudad del Támesis dejándolo solo, quizás las cosas habrían ido mejor, pensó Wayne avanzando por el sendero con paso apurado. La decisión ya estaba tomada: debía alejarse de todo aquello. No tenía claro adónde ir ni de qué vivir, pero evitaría por todos los medios regresar a la granja.

Y, al igual que a Sally, el joven también extrañaba dolorosamente a su propia madre, pese a haberla perdido muy pronto y guardar vagos recuerdos de su imagen y de su tierna voz. La rememorada mujer, de nombre Elyse como su abuela, había muerto cuando el niño tenía cinco años, mártir de una enfermedad que se la llevó de manera repentina en apenas un verano. Los médicos la llamaban cáncer, pero Wayne era entonces demasiado pequeño para entender por qué la gente tenía que morir. Sobre todo, no llegaría a comprender por qué su madre tuvo que morir. Nunca conoció a su padre. Al parecer se trataba de un trotamundos descarado y mujeriego que había desaparecido sin dejar rastro antes de que él naciese, y ahora que su madre también se había ido para siempre no tenía más familia a la que solicitar asilo. Por su parte, el propio Henry Stockenson, a cuyo servicio se encontraba Elyse a cambio de comida y techo, guardaba un profundo resentimiento en su interior al haber visto sus intentos de seducción rechazados por la atractiva doncella algún tiempo atrás. De modo que el siniestro personaje no desaprovechó la ocasión que se le brindaba para resarcirse de tal fiasco haciendo trabajar desde bien pronto al retoño. Así, Wayne, quien acababa de cumplir los catorce años, poco había ido a la escuela. Poco más sabía que leer, escribir y sumar.

Mientras entre sombras retornaba a su mente la feliz época que vivió con su madre en aquellas tierras propiedad del linaje Stockenson desde hacía casi dos siglos, Wayne continuó la marcha con los sentidos bien agudizados por si percibía algún ruido procedente de la granja. No escuchó nada. Tan solo su corazón desbocado. Y con pleno entusiasmo se sorprendió a sí mismo sonriendo de euforia. En cualquier caso, desconfió de su buena suerte hasta ese instante, por lo que siguió andando sin pausa alguna durante un buen trecho. Únicamente cuando creyó haber llegado al primer pueblo antes de la ciudad pensó que debía comer algo. Los impulsos por la huida no le habían permitido cenar la noche anterior, y Wayne estaba ya en la edad en la que el estómago de los jóvenes parece no tener fondo.

Sus suposiciones eran acertadas. Al girar a la derecha tras un peñasco de considerables proporciones y un par de árboles de ramaje también imponente se encontró, tal como imaginaba, a escasos metros de un grupo de casas aisladas de las demás. Acercándose sigilosamente a la primera de ellas advirtió desde detrás de una empalizada cómo el lechero dejaba una botella junto a la puerta y se llevaba un casco vacío. Esperó cauteloso a que el hombre continuase su ruta y, una vez que este se hubo alejado lo suficiente, Wayne salió de su escondite como el gato que estudia los movimientos del ratón antes de cazarlo. Con notable presteza, se abalanzó sobre el recipiente de cristal para luego, tan deprisa como sus enérgicas piernas le permitían, volver a ocultarse al pie de un anciano ciprés cuya madera comenzaba a resquebrajarse. Bebió de un solo trago la mitad del frasco y decidió descansar de la caminata por el bosque.

Pocos minutos pasaron hasta que se abrió la puerta de la vivienda donde Wayne acababa de tomar la botella. No pudo disimular una pequeña sonrisa cuando vio la sorprendida cara de una mujer madura, ancha de caderas y entrada en kilos, al comprobar que el repartidor había pasado por alto el detalle de cambiar el tarro vacío por otro lleno. Pero todavía no estaba saciado, y optó por seguir buscando algo más que llevarse a la boca.

En el siguiente hogar eran más madrugadores. Ya habían recogido la entrega, por lo que probó fortuna en el tercero. Esta vez la suerte estuvo de su lado. No solo había leche sino también un buen pedazo de pan recién horneado cuyo delicioso olor se podía apreciar desde su posición. Wayne supuso que lo habría dejado ahí el propio panadero mientras los miembros de la morada holgazaneaban un rato más entre las sábanas antes de levantarse para ir a la iglesia. No era una buena idea pillar esa hogaza, pensó, pues quizás hubiese chiquillos que se quedarían sin desayuno. Pero en ese momento su estómago decidía por él. Así que con la misma cautela con la que había procedido en la primera de las casas, el muchacho se aproximó para alcanzar su objetivo. Lo tenía ya en sus manos y estaba a punto de regresar a su escondite cuando tuvo la impresión de que alguien lo observaba. Una hermosa criatura, de apenas cuatro o cinco años, estaba de pie, inmóvil, mirando a Wayne con ojos soñolientos y una muñeca de trapo en sus brazos.

"Invisibles"

sábado, 10 de mayo de 2014

CARMEN M. ALMENARA

Luis era un hombre amable y divertido que solía sentarse en el banco del parque tras salir de trabajar para contemplar a las palomas y gorriones que jugueteaban por allí. A menudo, compraba un paquete de semillas para que las aves le hiciesen compañía y así no sentirse tan solo.
Nadie se fijaba en él, nadie reparaba en el individuo solitario de pantalón vaquero y zapatillas de deporte. No era guapo, pero tampoco era feo, no hacía nada raro, pero tampoco era demasiado normal. Sin embargo, nadie parecía mirarlo. Solo una persona, oculta en su quiosco de golosinas, lo observaba en silencio, tan invisible para el mundo como él. Se trataba de Aurora, una muchacha acomplejada por su aspecto que se escondía del mundo detrás de su mostrador.
Nunca hablaron, nunca se miraron a los ojos, pero ambos deseaban un amor que solo encontrarían en los brazos del otro.
Aurora acababa de cerrar el puesto de chucherías sabiendo que solo era un día más en su monótona vida, pero sentía que había algo distinto en el ambiente, se respiraba la sorpresa. Pensando en su invisible chico de las palomas, miró hacia el banco en el que solía sentarse pero no estaba, se había marchado ya.
Nuestro vagabundo amigo se había ido andando muy despacio como cada día de la semana, con la cabeza rendida por la constante desesperanza. Mas ese día giró la esquina de salida al parque y tropezó con alguien.
- Perdone - Susurró aturdida y sin levantar la mirada una joven.
El desconocido con el que había chocado susurró algo también, su voz sonaba dulce y lejana. Aurora posó sus ojos en él y el tiempo se paró un instante... Era el chico de las palomas, el desconocido invisible que pasaba las tardes en el parque. Luis le cogió la mano y la miró a los ojos.
- ¿Se ha hecho daño?- preguntó con dulzura.
La joven se quedó muda ante la ternura de aquel muchacho. Olvidó contestar y se sonrojó con la más inocente de las sonrisas.
Pasaron charlando horas de mil tonterías, de mil cosas importantes, de todo y de nada. Aquella noche había cumplido con su promesa de sorprender.
Desde entonces, estos dos desconocidos invisibles fueron visibles el uno para el otro por siempre, entre las palomas y el parque.




¿Qué es el tiempo?

De: Karla Juced

El tiempo
¿qué es el tiempo?
sino algo inalienable
fugaz e inalterable

Algo tedioso, pesado
como un lastre

El tiempo nos aprisiona, atormenta
y siempre, siempre nos alcanza

¿Qué es el tiempo?
sino un invento
de quien busca barreras
en el pasado
presente
y futuro

Yo no te quiero tiempo
puedes irte de mí

y dejarme tranquilo

Me has robado

martes, 29 de abril de 2014

De:  Karla Juced

Me has robado cinco años de mi vida
cinco años que no volverán
Me has prohibido volver atrás 
y dejaste bajo llave para mí el acceso a todos esos recuerdos

Tuve que ahogar mis sentimientos
agachar la cabeza
y hundirme en mis lágrimas
porque me arrancaste de mi lugar 
me echaste sin más
y me sustituiste por aquella que aún ahí está

Y ahora yo tengo otra realidad 
y de ti ya no soy más
de mí ya no eres más  

Y así es como pasan los días, 
amores van y amores vienen
y yo, sigo mirando al cielo 
tratando de entender lo inentendible 

Con la risa y la melancolía 
Pero peor aún 
sin poder con alguien compartir aquello que algún día viví
es casi como si no hubiese sucedido jamás 

Y me duele el corazón 
me lo has robado 
me lo has quitado 
y te has quedado ése mi pasado que no volverá. 
Ésos mis recuerdos que de cierta forma aún están.

Veo un cóndor pasar 
me pregunto hacía dónde irá 
me pregunto en dónde estarás 
Y si algún día nos volveremos a ver


Te has perdido ahora tú en mi pasado 
pero yo así lo he decidido
era preciso esconderte 
y no buscarte más.  

Aunque echarte de menos a veces es un sentimiento muy grande 
ya aquella realidad no está más
Tú estás allá y yo estoy acá 
lejos el uno del otro 
escondiendo sentimientos que no se pueden borrar 

Y habrá que olvidar 
y pasará 
y todo esto también pasará.

"Celoso"

sábado, 26 de abril de 2014

M. MARTOS

Mi vida, te quiero tanto
que estoy celoso.
Celoso de la brisa
que se enreda en tus cabellos.
Celoso del agua,
que roza tu labios.
Celoso del pelo
que acaricia tu cara.
Celoso de los sonidos
que tocan tu oídos.
Celoso de la luz de luna
que toca tu cuerpo.
Y enfadado con la distancia
que nos mantiene separados,
con el tiempo que me impide
disfrutar de tus caricias,
de tus besos
y tus dulces palabras.

"Maletas"

viernes, 25 de abril de 2014

CARMEN M. ALMENARA

Con la maleta vacía, todo ha terminado ya.
Mientras acaba de colocar sus últimas y escasas pertenencias, se da cuenta de todo el cambio a su alrededor: el idioma, la cultura, el sonido de ambiente, el clima, todo le resulta novedoso y, de algún modo, tan familiar como extraño.
Se pregunta, mirándose al espejo sin apenas reconocerse, dónde estarán sus seres queridos, qué estarán haciendo ahora.
Toma el último aliento y vuelve a su antigua normalidad.
- Tal vez diez años de exilio no son demasiado, piensa antes de volver a abrazar a su familia en el salón.

"Programa, programa"

martes, 22 de abril de 2014

LUIS GELADO

“Otorgaremos, con carácter retroactivo e inmediato, el permiso de residencia y trabajo en el Estado a todos los ciudadanos procedentes de antiguas colonias del Reino que demuestren carecer de antecedentes penales, tanto en sus países de origen como en el de residencia”.

Su asesor de imagen le había advertido que no era conveniente que los candidatos leyeran el programa electoral durante la campaña, que todo estaba previsto, incluso las preguntas de los periodistas, previamente filtradas a través de cuestionarios. Se debía limitar a repetir las consignas del partido, los gestos y sonrisas ensayados tantas veces en la sede de campaña y los ataques efectistas al contrincante, culpable, sin duda, de todos los males de la nación. 

Pero le había vuelto a asaltar el desvelo de los nervios y los sudores. Hojear el programa con la foto del líder en la portada fue un acto instintivo, a la vez que de rebeldía, eso sí, clandestino, sin testigos que pudieran arruinar su incipiente carrera política.

Leer aquello le había desvelado aún más. Es indefendible, perderemos los tan necesarios votos de la ultraderecha, los editoriales de los medios afines nos acusarán de contradecir el discurso antiemigración que tan buenos resultados nos ha dado en anteriores comicios. Cómo convencer al electorado de que todos esos panchitos, negros, filipinos y hasta moros se incorporarían en igualdad de condiciones en el mercado laboral. Los sudores fríos se enfriaron más aún, si cabe, y llegó a sentir en  pecho, muñecas y cuello el aumento del ritmo de las pulsaciones.

Buscó la caja de ansiolíticos y la justificación a tan radical medida, concluyendo, una vez éstos hicieron efecto, de que al tratarse de unas elecciones europeas, casi tres millones de inmigrantes naturalizados tendrían derecho a voto y qué mejor candidato que aquél que les ofrecía la posibilidad de reencontrarse con sus hijos, cónyuges, padres y demás familia. Ya nos encargaremos de que no reciban ni un céntimo de euro de ayudas sociales. Faltaría más. 

No pudo evitar volver a contravenir las normas del partido y reabrió el programa por el índice. “La educación, fuente del cambio”, se lo han currado, pensó y se prometió usar la frase tantas veces como fuera posible. Por delante quedaba un sinfín de actos, algunos de ellos a desarrollar en colegios, universidades y centros cívicos, llenos de padres y estudiantes que necesitaban ser convencidos de que sin él, perdón, sin el partido, no habría futuro que valiera. 

“Con el fin de promover la educación pública, las Comunidades Autónomas establecerán los criterios de admisión y asumirán la gestión de todos los centros educativos de primaria, secundaria y de enseñanzas superiores. Esta medida permitirá a los alumnos sin recursos tener el mismo acceso a una educación universal y de calidad que los procedentes de entornos sociales más favorecidos. Aprobaremos una ley orgánica que regule la transición a lo público de los centros privados, así como de los gestionados por congregaciones religiosas.”

Esta vez habían ido demasiado lejos, no había votos suficientes en el Estado, ni siquiera en la UE para justificar esta locura. Qué diría la Iglesia, el Opus, los Legionarios del Cristo, los banqueros, empresarios y todos aquellos que financiaban sus trajes, su publicidad, sus intervenciones en los medios, los que pagaban religiosamente un dineral cada mes para asegurarse de que sus hijos, destinados a tomar el relevo en la elite de la sociedad, recibían la mejor de las educaciones. Sintió incluso repugnancia cuando se imaginó a su pequeña Inés compartiendo aula y actividades con un vástago gitano, cruzando ambos de la mano del profesor un paso de cebra camino de una visita a un museo o a la piscina.

No puede ser, no podemos estar tan desesperados. Las encuestas anuncian la debacle pero ese no es el camino, masculló. Una nueva dosis de pastillas le devolvió a la calma. Sin duda, su asesor estaba en lo cierto, no había sido una buena idea abrir aquel documento. Las promesas se las lleva el viento, a estas alturas de la democracia nadie se sorprendería de que quedaran en agua de borrajas, una vez la cordura y buen criterio de los votantes les permitieran hacer y deshacer a su antojo. Recordó aquello de prometer hasta meter y una vez metido nada de lo prometido y trató de conciliar el sueño.

El despertar fue pesado. Buscó el programa sobre la mesilla de noche y se sorprendió al ver que no estaba en el lugar en que lo había dejado. Se incorporó para comprobar que no había ni rastro en el dormitorio de aquel maléfico documento que tan mal rato le había hecho pasar hacía sólo unas horas. Lo encontró en su despacho, sobre la mesa de caoba, dentro de la cartera de piel que le habían regalado sus compañeros de partido cuando fue designado candidato, esa cartera que prometió cambiar en un futuro no muy lejano por una ministerial que asegurara para siempre su porvenir y el de su familia. 

Al abrirlo, se dio cuenta de que la portada y contraportada estaban unidas, sin duda, por un error de corte en la imprenta. Nunca antes había sido abierto y nunca lo sería, por lo menos, hasta que finalizara la campaña. Junto a la cartera, un pequeño espejo, con los restos de la última raya de la noche, la de la pegada de carteles. Realineó la cocaína sobre la superficie con la ayuda su American Express y aspiró con fuerza. Sobre el espejo, libre ya de la carga, el reflejo de su sonrisa, la mirada de confianza que los electores querían ver, las ojeras que desparecerían bajo el manto del maquillaje, el cabello listo para ser teñido y engominado, el vivo retrato de un ganador.

"La felicidad de las pequeñas cosas"

C. ALMENARA

La soleada mañana de primavera daba paso a unas atrevidas nubes. El viento mecía sin compasión las ramas de los arboles. Una pareja de patos había volado desde la espesura de su reserva a la almena de la muralla cercana.
Como improvisados vigías de los vehículos que pasaban a una mediana velocidad, oteaban el viento y su plumaje se movía como una cortina en un día de tormenta. Recorrieron sus posiciones varias veces. Y como si un superior les hubiera ordenado la retirada, de improviso abrieron sus alas y volaron hacia su cuartel, por donde sale el sol. Mirando ensimismada toda la acción, pensé, he tenido la fortuna de presenciar un hecho curioso gracias a la parsimonia del autobús y consideré que el día me había regalado una aventura inolvidable.

"Papel"

A.D. ALEMÁN

Estaba cansada y tenía una pinta horrible. Mis rizos castaños de papel pinocho estaban empapados y ahora lucían lacios como el papel cebolla, mis pestañas ya no estaban troqueladas y mis labios tan resecos parecían reciclados. Más que de bella y satinada cartulina parecía estar hecha de papel maché.
 Me bajé del autobús y caminé unos metros antes de toparme de bruces con la cafetería.
Mi querida cafetería en la que pasaba tantos momentos creando y soñando con un futuro invadido por mis relatos, mis novelas... por mis historias.
 Sin ser muy consciente de lo que hacía, acerqué la cabeza al escaparate.
El ambiente de dentro era tan cálido y bullicioso como siempre, en mi jerga interna un ambiente anaranjado. Entre sus cómodos sillones, la vista se me fue hacia una figura que apoyada sobre la mesa con la cabeza agachada, parecía estar absorta en otro planeta.
 Pegué tanto la cara que noté como el cristal me pellizcaba la nariz con su frío.
El viento tiraba de mí, pero me había puesto tanta ropa que el gramaje de mi cuerpo era demasiado alto como para salir volando.
 Por fin, cuando el grupo de mujeres de gesto remilgado de papel charol se retiraron, lo pude ver con claridad. Efectivamente ahí estaba.
 Con la misma sonrisa espontánea que me había salido nada más verle, entré y me puse delante de mi amigo.


 - ¿Qué hace señor?, le pregunté exagerando un tono grave.
 Él me miró y forzó una sonrisa.
- Escribir, dijo, sin más.
 La acuosidad del papel vegetal de sus ojos y su respuesta áspera me plastificó.
- ¿Qué te pasa?.
 Sin decir nada, se puso en pie y discreto se levantó el jersey.
- Mira.
 Sobre la cartulina naranja de su dorso, en el lado izquierdo de su pecho colgaba un post it blanco con un medio corazón dibujado.
- Esto me dará sólo para unas cincuenta historias más, me dijo apenado.
- Además la que estoy escribiendo ahora mismo es para alguien muy especial, así que se borrará algo más de lo normal.
 Como la pólvora, el grave suceso del chico que se quedaba sin corazón corrió veloz por toda la cafetería.
Todos querían dar una solución.
Hubo quien propuso que no siguiera escribiendo. Quien dijo que redujera el sentimiento de sus historias. Quien pedía una colecta para comprar un post it con un corazón nuevo para el muchacho. E incluso hubo que detener a uno, que, procedente del pub de al lado y bastante pasado de copas, se ofrecía a darle su propio post it.
Apenas les escuché. Conocía a mi amigo y sabía que no iba a seguir ninguno de esos consejos por muy bien intencionados que fueran algunos. Él iba a dejar un trocito de su corazón en cada historia aunque le costara quedarse sin él.
 En mitad del alboroto le abracé tan fuerte como pude.
- Tú eres alguien muy especial, le susurré.
- Levanta tu jersey otra vez.
 El silencio fue inmediato. Todos observaban como mis manos se dirigían al post it de su corazón.
- Esto quizás te duela un poco.
 Él clavó su mirada en mis ojos y asintió. Decidida, tiré del post it.
Algunos gritaron, otros se taparon los ojos, hubo quien se arrugó hasta perder el conocimiento. Pero él no se inmutó. Quizás porque confiaba en mí o porque si había alguna solución la iba a intentar, fuera la que fuese.
 -Ya puedes verlo.
 Agachó la cabeza hacia su pecho y ahí estaba un post it nuevo, con un corazón perfectamente dibujado sin ningún hueco. Luego levantó el post it y debajo de éste había otro igual con un corazón totalmente definido, y debajo de éste otro y otro.
 Los clientes y empleados de la cafetería se quedaron atónitos al ver a mi amigo pasar decenas y decenas de post it con un corazón nuevo cada uno.
 -Pero... ¿cómo?
 -Ya te dije que eras alguien especial, le susurré mientras colocaba otra vez el bolígrafo entre sus dedos.

El azul del cielo

martes, 15 de abril de 2014

KARLA JUCED

A caída libre
ha bajado
el azul del cielo

Es el suelo mismo
que desvela mis noches
mientras no duermo

Y navega
y respira
como palpitando
y anhelando tus caricias

Es el cielo
el azul del cielo
que en tu coche
me reniega
porqué aún no vuelvo

Muy despacio
aún a tientas
en mis sombras
te recorro
con las luces
que divagas
encendiendo
casi en llamas

Tan frío y callado

domingo, 13 de abril de 2014

KARLA JUCED


Tan frío y callado
en silencio y continua floreciendo
renace increíblemente
aún después de que la bestia se apodero de él

Y las flores 
y los pájaros 
sin temor 
se muestran el día de hoy.

Hoy un cielo gris nos acompaña
una mañana tibia y poco soleada
pero desde adentro en la penumbra del túnel
un aire gélido que te espanta

Han quedado atrás los días de los gritos
pero la memoria aún en silencio
pide no me olvides que de cierta forma
sigo aquí yo dentro.

El llanto no se oye más,
Y los cuerpos se han ido,
pero ni aún en su ausencia les dejan en paz
y siguen lucrando con ellos,
dicen que es en nombre de la memoria,
Y yo me pregunto si será cierto...

Ahora me voy yo, y con mis pasos hacia el auto
los voy dejando atrás, con una falsa paz
con un aire que aún en sus entrañas mucho dolor acalla,

Pero son los árboles
Son los pajaros
y las flores que son su sonrisa grata,
cubren con un manto de falso olvido
de todo lo que aquí, aún pasa.


"La Chica del abrigo gris"

miércoles, 19 de marzo de 2014

A.D. ALEMÁN

Pintura de pared, eso no podía fallar.
 Corrí escaleras arriba con la ilusión con la que se levanta un niño el día de Reyes. Escalón tras escalón las frases de ánimo bombardeaban mi cabeza.

        –Ahora sí. Venga. Sí–.

        Podía verlo. Mi abrigo teñido de rojo. Tan intenso y brillante que no sólo los de abrigo rojo se fijarían en mí sino todos, los de otros colores también. Podía imaginar sus expresiones de admiración, de complicidad e incluso alguna de envidia, ¡qué importaba, por lo menos sabrían que existo!. Y él. Él también se fijaría en mí. 
El éxtasis del momento me pedía subir de dos en dos o de tres en tres los escalones, pero el peso del bote y sus reiterados golpes contra la pierna me lo impedían.
        Por fin llegué a mi pequeño estudio. Abrí la puerta y respiré como si no hubiera respirado durante toda la subida. Solté el bote en el descansillo, y desde la privilegiada vista que me daba la doble altura del piso observé en silencio aquel habitáculo convertido en un improvisado laboratorio del color.
La panorámica del sitio no podía más que empujarme a pensar el aspecto deprimente y pordiosero que daban los trozos acartonados de periódico pegados en el suelo, o los restos de seudocomida camuflados entre los pelos de la alfombra desde hacía meses. Luego, me miré a mí misma y al maldito abrigo gris que me cubría. El tiempo parecía querer detenerse en ese agónico momento, pero no podía ni quería permitírmelo, esta vez no.
 El violento movimiento con el que mi cabeza giró sin avisar podía haberme causado una contractura, pero lo caliente del momento me hacía insensible a ese tipo de males.

        La lata de pintura roja seguía ahí, a mi lado, y yo al suyo. Le esbocé una sonrisa agria y levanté la barbilla con cierto aire prepotente.

       –Aquí estamos. Tú y yo– pensé.

       Ni siquiera bajé el descansillo. Con las mismas llaves con las que acababa de abrir mi madriguera empecé a hacer presión en cada uno de los extremos de la tapa que la ahogaban hasta cerrarla. –¡Joder!– grité al ser mordida por uno de los traicioneros dientes de la llave.
Pensé taponar la herida, pero en lugar de eso me quedé vislumbrando embobada el líquido de tono tan hermoso que resbalaba por mi dedo índice y por la llave.
       
–El mismo tono de su abrigo. Rojo vivo– me dije a mí misma casi excitada.
       Con tal ímpetu arranqué el último extremo de la tapa que las gotas de pintura salieron escupidas sin sentido. Cayeron en la alfombra, en mis zapatos, contra la puerta, hasta en mi cara, pero no me importaba.
 Frenética, desquiciada, me quité el abrigo y a trompicones lo metí en el líquido.
       –Aguanta, un poco más– me susurré.

       Pero nunca había tenido paciencia y ese no era el momento para empezar a tenerla. Alcé el abrigo, y para mi sorpresa seguía gris. Tan gris como la ceniza, como el humo que tose el tubo de escape de un coche.
        
–¡No!–.
Volví a introducirlo, esta vez unos minutos más, pero de nuevo tuve el mismo resultado decepcionante. La pintura se agolpaba en gruesas gotas que se resbalaban por la tela hasta despeñarse contra el suelo. Tras su paso, el horrible color gris quedaba impoluto.
 Con los brazos sumergidos hasta los hombros presioné la tela contra el fondo del bote, y como si intentara ahogar al odioso abrigo lo hundí una y otra vez, pero nada.

        Agotada, sin apenas pensar, corrí de nuevo al supermercado. No había demasiado tiempo, como mucho podía intentar una alternativa más, algo rápido y sin complicaciones, sino tendría que volver a verle con el mismo abrigo gris.
 Era jueves, y como cada jueves desde que llegué a Londres él llegaría a las siete al supermercado, y yo lo seguiría hasta provocar un encuentro artificial donde dedicarnos una fugaz sonrisa. Luego, sólo tendría otros seis días para intentar teñirlo.
 Tintes de ropa, acrílicos, sprays, pintura de pared, ningún producto me sorprendía. Lo había probado todo y nada funcionaba.
De repente, el rechinar de la puerta de emergencia me sacó de mis pensamientos.

        –¿Dónde lo pongo?–.
–Aquí está bien– respondió el encargado colocando recto el perchero con ruedas.

        Noté como la alegría recorría mi piel hasta condensarse en una capa acuosa sobre los ojos. No podía creer lo que veía.
En la percha había decenas de abrigos de todos los colores, verdes, amarillos, turquesas. Incluso rojos.
Antes de que la multitud se diera cuenta de mi descubrimiento, me abalancé sobre la mercancía y cogí cuatro rojos de una vez.

        –¿Quieres alguno?–.
La excitación del descubrimiento amortiguó en parte el pestilente olor a mucosidad que emanaba de la boca de aquel viejo.
 Afirmé con la cabeza.
        
–¿Por qué?–. La pregunta, que parecía haberse pegado en el paladar del hombre antes de salir pegajosa al exterior, me pareció ridícula.

        –¿Por qué?– repetí atónita.
Fruncí el ceño, y agarrando uno de los extremos de mi abrigo lo levanté algo indignada.

        –Es gris–.
–Ya lo veo. Por eso te lo pregunto–.
        
–Perdone. Pero tengo que encontrar mi talla y si sigue entreteniéndome vendrá esa marabunta de allí y me la quitará–.
        
Perpleja y sin soltar los abrigos que rebosaban en mi brazo me dispuse a seguir buscando.
El hombre soltó una carcajada.
        –Estás loca. No te lo quitarán–.

        –¿Cómo?. ¿Es que no lo venden?. Tengo que llevarme al menos uno–.

        –Sí que lo vendemos, pero sólo al que lo necesita–.

        Algo desconcertada, hice caso omiso a las palabras del anciano y volví a fijar mi atención en los abrigos.
        
–Ésta debe ser tu talla–.
Recelosa giré la cabeza.

        –Toma–.
Parecía mi talla y era rojo como la sangre.
        
–Venga. Póntelo–.
 Alargué el brazo, lo cogí y con un gesto rápido me lo puse. Efectivamente era mi talla.

        –¿Qué tal?. ¿Cómo te sientes?–.
Suspiré antes de decir nada.
        –Me siento muy bien–.
        
–Mira a tu alrededor– susurró el viejo.

        Así lo hice y durante unos minutos fue increíble. Me sentía atractiva, poderosa, llamativa. Tenía la sensación de que el mundo se pondría a mis pies con sólo chascar los dedos.
 Pero pronto algo me asustó. 
La gente empezó a volverse más y más borrosa hasta desaparecer. Pasó con los que llevaban abrigos morados, verdes, naranjas, con todos y cada uno de los colores, excepto con el rojo.

        –¿Qué es esto?. ¡Quiero quitármelo!– grité desesperada.

        –Sólo un minuto más– dijo el anciano recolocándome el tejido sobre los hombros.
        –Observa–. 

        De repente, los de abrigo rojo cayeron en la misma desgracia. Delante de mí se desvanecían sin remedio. Pero esta vez había algo distinto. Esta vez no todo desapareció, los abrigos seguían ahí, sujetos por perchas invisibles. Telas fantasmales flotando solas, levitando errantes por las calles del supermercado.
 Eclipsada bajo los fuertes latidos de mi corazón, la vocecilla débil y cascada del anciano quedó relegada a un segundo plano, perdida en la corta distancia de apenas cincuenta centímetros que separaban su boca de mi cara. Por su tono amargo y cansado, supuse que no era la segunda, ni seguramente la tercera vez que me repetía la pregunta.
        –¿Qué si es esto lo que quieres?–.

        No respondí. Arranqué el maldito abrigo de mi cuerpo y cogiendo el mío gris salí de allí como alma que lleva el diablo.
 No recuerdo el tiempo exacto, quizás fue una o quizás fueron dos las semanas que el miedo me mantuvo alejada del supermercado. Pero ese día, algo más fuerte que yo me obligaba a salir a buscarlo.
 Crucé las puertas automáticas despacio como si el suelo bajo mis pies fuera de cristal agrietado. Sabía que estaría ahí. Hoy era jueves, tenía que estar. Y yo, yo sólo necesitaba verle y con suerte, si me atrevía, pasar por su lado y llevarme conmigo el aroma sensual y tibio de la madera de cedro de su perfume.
        
–¿Puedo ayudarte?–.
        
El olor a mucosidad que da una sinusitis mal curada penetró hasta lo más hondo de mis fosas nasales. No necesitaba darme la vuelta para saber que era el viejo, pero aún así lo hice. Por la intensidad del olor hubiera jurado que estaba más cerca, pero me equivoqué, el viejo aún se encontraba a varios metros de distancia. Con las manos detrás de la espalda y una sonrisa burlona, sus pequeños pero ágiles pasos habían salvado rápidos los metros que nos distaban. Tan rápidos como para no darme tiempo a huir.

        –¿Qué fue aquello?– pregunté retrocediendo un par de pasos.

        –¿Qué?– respondió el anciano invadiendo la loseta que acababa de dejar libre.

        –Lo del otro día– dije intentando ver disimulada lo que escondía el viejo.
        –Lo de los abrigos–.
 El viejo clavó sus ojos sobre los míos, y tras acentuar brevemente la sonrisa, sacó las manos de detrás de la espalda.

        –¿Gris?–.
Ese era el color del abrigo que sostenía tras de sí. Tan gris como la ceniza, como el humo que tose el tubo de escape de un coche, tan gris como mi abrigo.

       –Nosotros tenemos algo especial– balbució el anciano.
       En ese instante, toda la seguridad que había mostrado días atrás se esfumó. Ahora, la timidez y el miedo escénico de un niño pequeño abrazaban sus palabras.
Cuando me quise dar cuenta mi mano acariciaba su brazo con dulzura.
       –Siga. Le escucho–.
       –Podemos verlos sin que su luminosidad nos deslumbre. Con nuestro gris podemos verlos tal cual son.
       Estúpidamente, agudicé la vista como si aquel gesto me ayudara a entender mejor la explicación entrecortada del anciano.

       –El intenso brillo de sus abrigos les ciega de tal forma que no pueden verse entre ellos. Son increíblemente maravillosos pero creen que su color es el único que merece la pena ser visto. Los abrigos lo captan y sólo les dejan ver eso.
       –¡Pero las personas se vuelven invisibles!– respondí en un tono más alto del que hubiera deseado. –En esta ciudad todos somos invisibles... hasta que alguien nos descubre. ¿No crees?– susurró el viejo señalando algo.

       No pude evitar seguir la dirección que marcaba su dedo. En el pasillo de enfrente, despistado, el chico del abrigo rojo rebuscaba en una de las estanterías. Había llegado una hora antes.
        Intrigada, torcí la cabeza para leer lo que estaba escrito en el gran bote que acababa de coger. “Pintura gris”, decía.
 La inmensa alegría que sentí duró poco. La voz de aquel camillero me golpeó como una guantada dada con fuerza y sin avisar.
        
–Señor Smith. Tiene que venir con nosotros–.

        –¿Qué hacen?–.
–Este señor es paciente del Hospital Maudsley–.
        
–Hola Eddy–dijo el viejo resignado.

        –Hola señor Smith. Ya sabe como va esto–respondió amable el joven ofreciéndole el brazo.
        –Pero, no está loco. Yo también lo vi– musité confundida.

        A mi lado, el segundo camillero mascaba algo entre sus dientes mientras me escaneaba con la mirada.

        –Es convincente el viejo, ¿verdad señorita?. No me lo diga, ha usted también le ha contado la tontería de los abrigos–.
        
–¡Pero yo lo vi!–exclamé.

        –No sé lo que ha visto, pero por su bien no vaya diciendo esas cosas por ahí a no ser que quiera terminar como él. ¡Mundo de locos!– gruño el joven dándome la espalda antes de acabar la frase.
        Me quedé callada, desolada, notando el recorrido templado y sereno de una lágrima que bajaba
acariciando mi mejilla hasta los labios. Allí, sentí el salado de su gusto.
De repente, justo cuando el anciano estaba a punto de salir del supermercado escoltado por los dos camilleros, apreté los puños y llena de verdad grité. Grité tan alto como mis pulmones me dejaron.
        –¡Yo también lo vi!. ¡Usted me lo enseñó!–.
        
El anciano giró el cuerpo todo lo que los forzudos brazos de los camilleros le permitieron y sonrió.
        –¡No te dejes deslumbrar!– gritó antes de que las puertas automáticas se cerrasen tras él. Permanecí allí de pie durante unos minutos más acariciando mi abrigo gris, hasta que detrás de mí una voz dulce y masculina me sorprendió.

        –¿Estás bien?–.

        El aroma sensual y tibio de la madera de cedro me rodeó. No necesitaba darme la vuelta para saber quién era. Pero aún así, lo hice.