Mi Isla Bonita del 97

domingo, 3 de mayo de 2015

En el verano de 1997, el mismo mes que murió la Princesa Diana, me había hartado de la isla mediterránea donde había pasado un año de mi vida y ya me había cansado de tantas fiestas locas de verano. Aunque me dolía mucho, sabía que esta era la única oportunidad que me iban a ofrecer para salir de la isla y conocer más de lo que había al otro lado del mar Mediterráneo, la Península. Lo único que me quedaba era despedirme de Matéu y Maribel. Se notaba ya que el frío húmedo de octubre no quedaba muy lejos. Maribel, fiel como siempre, llegó a primera hora a ayudarme a montar todas mis cajas y trastos en mi coche. Siempre me hizo gracia que su madre confiara mucho en mí para cuidar a su única hija de los peligros de salir por la noche de marcha en la Cala. Como yo no bebía alcohol, siempre llevaba a Maribel en mi coche inglés, un coche con el volante por el otro lado, pero a su madre no le importaba esto porque sabía que a su niña siempre la iba cuidar como si fuera a mi propia hermana pequeña. 


Matéu llegó tarde porque se había quedado dormido.  Tenía el pelo rubio, por el sol mallorquín, hecho un desastre. Me miraba con ojos soñolientos. Se disculpó por haber llegado tan tarde.

- Lalita, pareces una gitana que va al mercado con tantas cosas embutidas en tu coche raro. 
- Bueno, esto es todo lo que traje de Inglaterra y lo que he acumulado de mi vida aquí.
- ¿Quién conduce, Lalita, tú o tu peluche?

Como no había otro sitio en el coche dónde meter a Xisquito, el dinosaurio de peluche que me regalaron, lo logramos poner sobre todas las cajas que iban en el asiento del copiloto.

Ya era hora de dejar mi vida allí en este pueblo tan pequeñito. La isla donde había dejado atrás mi pasado y comenzado una vida completamente nueva. Fue mucho el cariño que le cogí a mi nueva vida; una vida donde había vivido soledades, tristezas, la muerte de una relación sentimental y el nacimiento de nuevas amistades, aventuras, sueños y, sobre todo, que me había enamorado de un chico de la isla. Faltaba poco para marcharme y pensé que eran tantas las cosas que no había dicho o vivido todavía con mi mejor amiga y el hombre al que había llegado a querer tanto. Nos despedimos con dos besos. Los besos con Matéu duraron un poco más que lo normal. No creo que Maribel se percatara, quizá por las incesantes lágrimas que en ese momento brotaban de sus ojos y que luego bañaban sus jóvenes mejillas.

Ahora me iba para siempre. Veía por el espejo retrovisor del coche cómo las figuras de Maribel y Matéu se hacían paulatinamente más pequeñas. De repente, mi corazón se partió en mil pedazos. No sé lo que me esperaba en el verdor del norte de España, donde hacía frío y llovía incesantemente. Pero lo que sí sabía claramente era que aquí, en esta isla a la que odié tanto al principio por la soledad que sentí cuando llegué hace un año, estaba atrapado mi corazón y ya no me quería ir nunca… nunca.

SABERA AHSAN

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