"Programa, programa"

martes, 22 de abril de 2014

LUIS GELADO

“Otorgaremos, con carácter retroactivo e inmediato, el permiso de residencia y trabajo en el Estado a todos los ciudadanos procedentes de antiguas colonias del Reino que demuestren carecer de antecedentes penales, tanto en sus países de origen como en el de residencia”.

Su asesor de imagen le había advertido que no era conveniente que los candidatos leyeran el programa electoral durante la campaña, que todo estaba previsto, incluso las preguntas de los periodistas, previamente filtradas a través de cuestionarios. Se debía limitar a repetir las consignas del partido, los gestos y sonrisas ensayados tantas veces en la sede de campaña y los ataques efectistas al contrincante, culpable, sin duda, de todos los males de la nación. 

Pero le había vuelto a asaltar el desvelo de los nervios y los sudores. Hojear el programa con la foto del líder en la portada fue un acto instintivo, a la vez que de rebeldía, eso sí, clandestino, sin testigos que pudieran arruinar su incipiente carrera política.

Leer aquello le había desvelado aún más. Es indefendible, perderemos los tan necesarios votos de la ultraderecha, los editoriales de los medios afines nos acusarán de contradecir el discurso antiemigración que tan buenos resultados nos ha dado en anteriores comicios. Cómo convencer al electorado de que todos esos panchitos, negros, filipinos y hasta moros se incorporarían en igualdad de condiciones en el mercado laboral. Los sudores fríos se enfriaron más aún, si cabe, y llegó a sentir en  pecho, muñecas y cuello el aumento del ritmo de las pulsaciones.

Buscó la caja de ansiolíticos y la justificación a tan radical medida, concluyendo, una vez éstos hicieron efecto, de que al tratarse de unas elecciones europeas, casi tres millones de inmigrantes naturalizados tendrían derecho a voto y qué mejor candidato que aquél que les ofrecía la posibilidad de reencontrarse con sus hijos, cónyuges, padres y demás familia. Ya nos encargaremos de que no reciban ni un céntimo de euro de ayudas sociales. Faltaría más. 

No pudo evitar volver a contravenir las normas del partido y reabrió el programa por el índice. “La educación, fuente del cambio”, se lo han currado, pensó y se prometió usar la frase tantas veces como fuera posible. Por delante quedaba un sinfín de actos, algunos de ellos a desarrollar en colegios, universidades y centros cívicos, llenos de padres y estudiantes que necesitaban ser convencidos de que sin él, perdón, sin el partido, no habría futuro que valiera. 

“Con el fin de promover la educación pública, las Comunidades Autónomas establecerán los criterios de admisión y asumirán la gestión de todos los centros educativos de primaria, secundaria y de enseñanzas superiores. Esta medida permitirá a los alumnos sin recursos tener el mismo acceso a una educación universal y de calidad que los procedentes de entornos sociales más favorecidos. Aprobaremos una ley orgánica que regule la transición a lo público de los centros privados, así como de los gestionados por congregaciones religiosas.”

Esta vez habían ido demasiado lejos, no había votos suficientes en el Estado, ni siquiera en la UE para justificar esta locura. Qué diría la Iglesia, el Opus, los Legionarios del Cristo, los banqueros, empresarios y todos aquellos que financiaban sus trajes, su publicidad, sus intervenciones en los medios, los que pagaban religiosamente un dineral cada mes para asegurarse de que sus hijos, destinados a tomar el relevo en la elite de la sociedad, recibían la mejor de las educaciones. Sintió incluso repugnancia cuando se imaginó a su pequeña Inés compartiendo aula y actividades con un vástago gitano, cruzando ambos de la mano del profesor un paso de cebra camino de una visita a un museo o a la piscina.

No puede ser, no podemos estar tan desesperados. Las encuestas anuncian la debacle pero ese no es el camino, masculló. Una nueva dosis de pastillas le devolvió a la calma. Sin duda, su asesor estaba en lo cierto, no había sido una buena idea abrir aquel documento. Las promesas se las lleva el viento, a estas alturas de la democracia nadie se sorprendería de que quedaran en agua de borrajas, una vez la cordura y buen criterio de los votantes les permitieran hacer y deshacer a su antojo. Recordó aquello de prometer hasta meter y una vez metido nada de lo prometido y trató de conciliar el sueño.

El despertar fue pesado. Buscó el programa sobre la mesilla de noche y se sorprendió al ver que no estaba en el lugar en que lo había dejado. Se incorporó para comprobar que no había ni rastro en el dormitorio de aquel maléfico documento que tan mal rato le había hecho pasar hacía sólo unas horas. Lo encontró en su despacho, sobre la mesa de caoba, dentro de la cartera de piel que le habían regalado sus compañeros de partido cuando fue designado candidato, esa cartera que prometió cambiar en un futuro no muy lejano por una ministerial que asegurara para siempre su porvenir y el de su familia. 

Al abrirlo, se dio cuenta de que la portada y contraportada estaban unidas, sin duda, por un error de corte en la imprenta. Nunca antes había sido abierto y nunca lo sería, por lo menos, hasta que finalizara la campaña. Junto a la cartera, un pequeño espejo, con los restos de la última raya de la noche, la de la pegada de carteles. Realineó la cocaína sobre la superficie con la ayuda su American Express y aspiró con fuerza. Sobre el espejo, libre ya de la carga, el reflejo de su sonrisa, la mirada de confianza que los electores querían ver, las ojeras que desparecerían bajo el manto del maquillaje, el cabello listo para ser teñido y engominado, el vivo retrato de un ganador.

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