B.B.
Berto se desesperaba. Día a día veía como del abismo en la cabeza de su mujer salían decenas a veces centenares de palabras que se perdían irremisiblemente saliendo por la ventana, por debajo de la puerta o simplemente difuminándose entre la condensación de la cocina o el baño. A veces era un simple goteo, otras era como un grifo roto imposible de arreglar.
Mientras Berto preparaba la comida, un “coche” o un “principito” flotaban entre las patatas cocidas hasta desaparecer. Colgando la ropa, un “fila india” o un “portalón” lo sorprendían entre las mudas recién lavadas, para después salir por la ventana hacia ninguna parte. De noche, si tenía que levantarse al servicio, al encender la luz se encontraba con “árbol” o “llave inglesa”. Al apagar, ya no las vería más.
Un día, preocupado por el empeoramiento de la situación, apartó cuidadosamente el pelo cano de su mujer, pudiendo asomarse al abismo en su cráneo. En él, ya había muy pocas palabras, que no paraban de subir poco a poco hacia la estrecha salida. Debajo de ellas, aun suavemente ancladas a las paredes del abismo, estaban los nombres de los dos. Pero flotaban como dos globos que en cualquier momento pudieran salir volando por la rotura del cordón. Entonces, asustado, decidió actuar.
Berto llegó al callejón de los ilusionistas. Una extraña bruma, recibía a los visitantes que, de adentrarse en él, podían disfrutar de las tiendas más mágicas y exclusivas. Aunque al principio dudaba ante tanta oferta, Berto lo vio claro al localizar al fondo del callejón la antigua sombrerería.
Entró en ella quedando embobado por la cantidad de sombreros en exposición; todos diferentes. “Todos mágicos”, dijo el dependiente, un pequeño hombre con cara de pillo, elegante y con el pelo engominado. Berto le habló de su problema. El sombrerero lo tuvo claro al momento y tras ir a la trastienda, salió a los pocos segundos con un discreto sombrero de mujer. “Este es el sombrero de las palabras. Estoy seguro de que sabrá como usarlo”.
Berto salió de la tienda corriendo dejando al pillo y sonriente dependiente tras el mostrador. Llegó a casa enseguida. Tras apartar un “abedul” y una “sábana bajera” que ya salían afuera, corrió al salón donde su mujer, con la mirada perdida en la ventana, seguía expulsando palabras. Rápidamente se colocó delante de ella y suspirando profundamente cerró los ojos colocándole el sombrero. El agujero del abismo estaba ahora tapado.
Berto la miró con recelo y esperó. Una sonrisa de satisfacción empezaba a dibujársele en la cara cuando de repente una “botella de agua” y una “mesa camilla” se abrieron paso entre el pelo y el sombrero de su mujer y devolvieron a Berto a la triste realidad. No funcionaba. Desesperado, apretó más y más el sombrero hasta casi lastimar a su esposa. Pero las palabras seguían saliendo. Maldiciendo al dependiente, tiró el sombrero con rabia. Luego, tras recobrar el aliento, se acercó de nuevo al abismo y comprobó aterrado que las únicas palabras que quedaban eran ya sólo sus nombres.
Berto, aterrado, miró a los lados, al teléfono, a la ventana… Entonces, de nuevo, poniéndose delante de su mujer, con delicadeza puso sus manos sobre el agujero del abismo. Una vez colocadas apretó para sellarlo. En unos segundos, notó como los dos nombres subían hacia sus manos. Pronto, notó las primeras letras tocando su piel suavemente. Luego, ya pudo sentir el calor de las dos palabras rebotando en su palma. Berto sonrió; daba resultado. No le importaba estar así el tiempo que fuera.
Pero entonces, las palabras se hicieron más y más finas empezando a contorsionarse y escalar a través de los desgastados dedos de Berto.
Era inevitable. Con los ojos llenos de lágrimas vio como entre él y su mujer los dos nombres flotaban entrelazados hasta perderse por una rendija de la ventana.
Miró entonces a su esposa y vio que la mirada perdida de los últimos años había dejado paso a una mirada ya sin consciencia. Berto, rendido, se dejó caer hacia atrás. Así estuvo horas; pensando, meditando, intentando asimilar.
De noche, cuando una enorme luna daba luz a toda la ciudad, Berto se incorporó. Derrotado, agotado, caminó por la casa buscando algo. En el cajón del taquillón encontró una T perdida. En el neceser de los medicamentos una E que había acabado allá por no se sabe qué. En la cocina, en los cajones de los cubiertos una Q atorada en la bisagra de apertura. En el armario, una U solitaria. En la baldosa que se mueve del baño, una I medio enterrada. Una E estaba en las pinzas de la ropa. Abrió el libro de los teléfonos y cogió una R medio despistada. Y en la lámpara del pasillo atrapó una O que aún no se había esfumado.
Cuando las tuvo todas, las llevó al salón. Con semblante serio y toda la tranquilidad del mundo las metió una a una en el sombrero mágico combinándolas de la manera más maravillosa que estas letras se pueden combinar. Aun sabiendo que no serviría para nada, volvió a poner el sombrero a su esposa. Como ya presentía, la frase volvió a perderse a los pocos segundos, saliendo del sombrero hacia la nada; totalmente resignado, se acostó de nuevo al lado de su mujer.
Berto puso el sombrero a su esposa con la misma combinación de letras, todos y cada uno de los días que estuvieron juntos.
Finalmente ella partió. El mismo día que la despidió, Berto llevó el sombrero a la sombrerería del callejón de los ilusionistas. Dado por vencido, devolvió el artículo al sombrerero, que tenía la misma sonrisa pilla de siempre. “Simplemente no funcionó”, le dijo Berto. “No retuvo las palabras”. El dependiente, serio ahora, cogió el sombrero con delicadeza. Entonces, mirando de cerca el agujero de la prenda volvió a sonreír. “Señor Berto, eso que me dice no es del todo cierto, aquí faltan cosas… y sólo quien llevó el sombrero las puede tener”. Berto, demasiado cansado, no tuvo fuerzas para dar explicaciones y salió de la tienda lentamente.
Llegó a casa y pudo sentir la nueva y temida sensación de fría soledad. Tras recorrer por horas como un sonámbulo el piso, acabó en su habitación, delante del armario de su mujer, aún sin tocar.
Lo abrió con delicadeza. Sonrió melancólico al ver y oler su ropa, sus joyas, sus cosas… Entonces al ir a tocar un vestido, algo se movió en el armario. Un poco sobresaltado se detuvo antes de volver a intentar alcanzar las cosas de su esposa.
Y es en ese instante cuando algo golpea su cara, su cuerpo, la habitación con mucha fuerza. Cientos, miles de diminutos “algos”, salieron del armario a gran velocidad; como una gran catarata, como una bandada de pájaros ansiosos por sentir la libertad, como un gran huracán lleno de calidez.
Esos miles de “algos” juguetearon entre la ropa de Berto, colándosele por todos los lados, mimándolo, besándolo, revoloteando entre su pelo, rodeándolo, pegándosele…
Berto, sin poder parar de reír, forzó la vista para ver de qué se trataba; pronto lo averiguó.
Amaneciendo, en el modesto dormitorio del viejo piso, todos los puntos de cada “i” de cada “quiero” de cada “te quiero”, que en los últimos meses intentó que su mujer retuviera, volvían ahora a Berto, desde el bolsillo del camisón de su esposa. Emocionado, se dio cuenta de que nunca, ni en los últimos tiempos, dejaron de quererse y siempre con el mismo amor; un amor lleno de cordura.
0 comentarios:
Publicar un comentario