B.B.
Curro sabía permanecer inmóvil como nadie. Se concentraba y conseguía transformarse en una especie de estatua. A veces tenía la sensación de que lograba amalgamarse con el edificio o con el lugar elegido para “trabajar”. Con lo que sí existía una unión transcendente era con su compañero, su aliado, su añadido… Ya, su quinta extremidad, el potente rifle con mira telescópica.
Curro, militar en servicio, se encontraba en un viejo edificio de tres plantas abandonado, medio derruido. La guerra y las guerrillas se habían cebado en particular con esa parte de la ciudad; pero así es el trabajo del francotirador. Tienes que trabajar en la boca del lobo. Lo que antes debía haber sido una bulliciosa oficina, era ahora un paraje fantasmagórico y desolador poblado de sillas de oficina retorcidas, viejos ordenadores con pantallas estalladas y un manto de papeles medio podridos por la meteorología.
El calor y el frío extremos, unidos a la falta de una mínima alimentación, habrían desmayado al más pintado de sus compañeros pero, como ya expliqué, Curro era especial. Ahí seguía, inmóvil, pegado a la pared al lado de la ventana por la que asomaba de manera disimulada el cañón de su infalible arma. Su ojo, embutido en la mira telescópica; su verdadero ojo, como él le llamaba. A veces tenía la sensación de que cuando no miraba el mundo a través de la trabajada lente es que estaba ciego. Curro escudriñaba cada segundo, cada metro de calle, esperando órdenes, esperando un objetivo con el que “tratar”.
Ese día había despertado pronto. Con total sigilo, moviéndose grácilmente para no ser descubierto, se apalancó en la misma posición cerca de la ventana. Tardó como siempre un minuto en encontrar la postura ideal. Luego, reguló la impresionante mira telescópica y respiró profundamente. Estaba listo. Pasó así una hora cuando, de repente, se puso en alerta. Había movimiento. Pronto se relajó. Era un niño de otro pueblo que iba paseando con su simpático perro amarrado por una cuerda.Siguió de todas maneras a la extraña pareja. Nunca se sabe. Se percató entonces de como el perro iba mirando a los lados y también hacia arriba. De repente el perro fijó sus profundos ojos en Curro. Éste se sobresaltó; pero pronto dedujo que era imposible que el perro lo hubiera visto. Estaba demasiado lejos, demasiado callado y su olor era ya el del ruinoso edificio.
El animal incluso aminoró el paso, mientras miraba a Curro, haciendo frenar al niño que ajeno a todo seguía con sus juegos. Cuando pasaron de largo, el francotirador sonrió tímidamente.
Pero al día siguiente y al siguiente y al siguiente, pasó lo mismo. A la misma altura, el perro, tras mirar varias veces a los lados y hacia arriba, llenaba el objetivo de la mira telescópica de Curro con sus penetrantes ojos oscuros. Su dueño, como siempre, feliz en sus aventuras.
Cada jornada que pasaba era más evidente, y más intenso el momento. Sentía que de alguna manera lo estaba mirando más profundamente de lo que nunca hubiera imaginado. Era como si quisiera comunicarse, como queriendo decir algo, pedir algo.
Un día, amaneciendo, Curro escuchó las familiares aspas del helicóptero de combate. Hoy habría movimiento. Feliz y excitado corrió hacia la ventana para descubrir de qué se trataba. Consiguió ver la escurridiza sombra de tres helicópteros serpenteando por las fachadas de los edificios.
Pronto el sonido de los rotores se hizo más y más tenue. Entonces, cuando el silencio estaba a punto de regresar, una fuerte deflagración lejana hizo vibrar el edificio suavemente. Estaba claro: los helicópteros habían soltado munición. Rápidamente Curro preparó su equipo y puso su ojo en la mira telescópica una vez más. A los pocos minutos, detectó movimiento. Pero entonces, impresionado, abrió el ojo que mantiene siempre cerrado y apartó el otro de la mirilla.
El perro de las últimas semanas caminaba con dificultad, malherido, dejando un rastro de sangre tras él. Pero esta vez la cuerda iba arrastrándose, nadie la cogía. Como siempre, volvió a mirar a los lados y hacia arriba, para acabar regalando su última mirada en vida a Curro, esta vez llena de preguntas y tristeza. Murió en medio de la calle. El hombre se secó el sudor y se tocó el cuello del traje que por primera vez en su carrera militar, le apretaba. Después, sólo una palabra le venía a la mente: “mierda, mierda, mierda…”
En un segundo desarmó la cara mira telescópica y tiró su fusil a un lado; salió decidido de su “oficina”. Bajó rápidamente las escaleras machacadas por restos de metralla y se encontró frente a frente con la puerta que da a la calle. Enseguida quitó los candados que había puesto en ella hacía semanas. Después, tras respirar profundo tres veces, la abrió. El sol entró tímidamente en el desordenado lobby del edificio.
Curro asomó la cabeza varias veces. No fiándose de la calma en la calle, salió rápido hacia la calzada, donde descansaba el cuerpo del animal. Nervioso por tal imprudencia y mirando para todos los lados, los escasos metros se le hicieron eternos. Entonces, de repente, la respiración se le cortó. De los portales de diferentes edificios vecinos salieron tres hombres. Todos caminando con prisa hacia el mismo sitio: el perro. Cuando cada uno se percató de la presencia de los demás, frenaron en seco, se miraron, se estudiaron temerosos. Adivinó a un soldado enemigo, un miembro de la guerrilla y un militar aliado de otro país.
Curro sabía que podía estar ante sus últimos momentos de vida. Quizás una emboscada, un secuestro…Y de salir bien parado se jugaba un consejo de guerra por romper las reglas tan salvajemente. Pero, de pronto, los cuatro hombres, al sentirse desarmados, levantaron uno a uno las manos prosiguiendo su camino hacia el perro. Llegaron los cuatro a la vez. De cerca la situación resultaba mucho más amenazante. Supo enseguida que eran también francotiradores como él y que posiblemente también conocían la mirada del noble animal.
Pero entonces, él y otros dos soldados se pusieron en alerta. El cuarto militar, el militar enemigo, metió su mano en la levita. Viendo la cara de terror de los demás los tranquilizó con un gesto, mientras iba sacando muy lentamente algo de su chaqueta, una vieja pala. Acto seguido, mirando a los demás, se puso a excavar una tumba para el animal. Poco a poco todos fueron ayudándole. Después, sin romper en ningún momento aquel solemne silencio, metieron al perro con delicadeza. Tocaba ahora cubrirlo de tierra. Pero a Curro se le ocurrió algo. Les hizo un gesto para que se detuviesen un momento. Entonces, de un bolsillo, sacó su imponente mira telescópica y la colocó al lado del cuerpo. Los demás, lentamente, hicieron lo propio con las suyas.
Tras darle sepultura, y saludarse unos a otros con la mirada, todos regresaron a sus aposentos, pero esta vez dándose la espalda. No había razón para desconfiar. El francotirador llegó a su guarida. Rápidamente cerró todas las ventanas, guardó su rifle, ahora inservible sin mira telescópica, y se acurrucó en una esquina. En la oscuridad, medio rota por algunos agujeros de metralla que proyectaban luz a la polvorienta estancia, Curro supo lo que quería el perro de él, de todos ellos. Y así, siguiendo su deseo, comenzó a rezar por el alma del niño.
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