A.D. ALEMÁN
Pintura de pared, eso no podía fallar.
Corrí escaleras arriba con la ilusión con la que se levanta un niño el día de Reyes. Escalón tras escalón las frases de ánimo bombardeaban mi cabeza.
–Ahora sí. Venga. Sí–.
Podía verlo. Mi abrigo teñido de rojo. Tan intenso y brillante que no sólo los de abrigo rojo se fijarían en mí sino todos, los de otros colores también. Podía imaginar sus expresiones de admiración, de complicidad e incluso alguna de envidia, ¡qué importaba, por lo menos sabrían que existo!. Y él. Él también se fijaría en mí.
El éxtasis del momento me pedía subir de dos en dos o de tres en tres los escalones, pero el peso del bote y sus reiterados golpes contra la pierna me lo impedían.
Por fin llegué a mi pequeño estudio. Abrí la puerta y respiré como si no hubiera respirado durante toda la subida. Solté el bote en el descansillo, y desde la privilegiada vista que me daba la doble altura del piso observé en silencio aquel habitáculo convertido en un improvisado laboratorio del color.
La panorámica del sitio no podía más que empujarme a pensar el aspecto deprimente y pordiosero que daban los trozos acartonados de periódico pegados en el suelo, o los restos de seudocomida camuflados entre los pelos de la alfombra desde hacía meses. Luego, me miré a mí misma y al maldito abrigo gris que me cubría. El tiempo parecía querer detenerse en ese agónico momento, pero no podía ni quería permitírmelo, esta vez no.
El violento movimiento con el que mi cabeza giró sin avisar podía haberme causado una contractura, pero lo caliente del momento me hacía insensible a ese tipo de males.
La lata de pintura roja seguía ahí, a mi lado, y yo al suyo. Le esbocé una sonrisa agria y levanté la barbilla con cierto aire prepotente.
–Aquí estamos. Tú y yo– pensé.
Ni siquiera bajé el descansillo. Con las mismas llaves con las que acababa de abrir mi madriguera empecé a hacer presión en cada uno de los extremos de la tapa que la ahogaban hasta cerrarla. –¡Joder!– grité al ser mordida por uno de los traicioneros dientes de la llave.
Pensé taponar la herida, pero en lugar de eso me quedé vislumbrando embobada el líquido de tono tan hermoso que resbalaba por mi dedo índice y por la llave.
–El mismo tono de su abrigo. Rojo vivo– me dije a mí misma casi excitada.
Con tal ímpetu arranqué el último extremo de la tapa que las gotas de pintura salieron escupidas sin sentido. Cayeron en la alfombra, en mis zapatos, contra la puerta, hasta en mi cara, pero no me importaba.
Frenética, desquiciada, me quité el abrigo y a trompicones lo metí en el líquido.
–Aguanta, un poco más– me susurré.
Pero nunca había tenido paciencia y ese no era el momento para empezar a tenerla. Alcé el abrigo, y para mi sorpresa seguía gris. Tan gris como la ceniza, como el humo que tose el tubo de escape de un coche.
–¡No!–.
Volví a introducirlo, esta vez unos minutos más, pero de nuevo tuve el mismo resultado decepcionante. La pintura se agolpaba en gruesas gotas que se resbalaban por la tela hasta despeñarse contra el suelo. Tras su paso, el horrible color gris quedaba impoluto.
Con los brazos sumergidos hasta los hombros presioné la tela contra el fondo del bote, y como si intentara ahogar al odioso abrigo lo hundí una y otra vez, pero nada.
Agotada, sin apenas pensar, corrí de nuevo al supermercado. No había demasiado tiempo, como mucho podía intentar una alternativa más, algo rápido y sin complicaciones, sino tendría que volver a verle con el mismo abrigo gris.
Era jueves, y como cada jueves desde que llegué a Londres él llegaría a las siete al supermercado, y yo lo seguiría hasta provocar un encuentro artificial donde dedicarnos una fugaz sonrisa. Luego, sólo tendría otros seis días para intentar teñirlo.
Tintes de ropa, acrílicos, sprays, pintura de pared, ningún producto me sorprendía. Lo había probado todo y nada funcionaba.
De repente, el rechinar de la puerta de emergencia me sacó de mis pensamientos.
–¿Dónde lo pongo?–.
–Aquí está bien– respondió el encargado colocando recto el perchero con ruedas.
Noté como la alegría recorría mi piel hasta condensarse en una capa acuosa sobre los ojos. No podía creer lo que veía.
En la percha había decenas de abrigos de todos los colores, verdes, amarillos, turquesas. Incluso rojos.
Antes de que la multitud se diera cuenta de mi descubrimiento, me abalancé sobre la mercancía y cogí cuatro rojos de una vez.
–¿Quieres alguno?–.
La excitación del descubrimiento amortiguó en parte el pestilente olor a mucosidad que emanaba de la boca de aquel viejo.
Afirmé con la cabeza.
–¿Por qué?–. La pregunta, que parecía haberse pegado en el paladar del hombre antes de salir pegajosa al exterior, me pareció ridícula.
–¿Por qué?– repetí atónita.
Fruncí el ceño, y agarrando uno de los extremos de mi abrigo lo levanté algo indignada.
–Es gris–.
–Ya lo veo. Por eso te lo pregunto–.
–Perdone. Pero tengo que encontrar mi talla y si sigue entreteniéndome vendrá esa marabunta de allí y me la quitará–.
Perpleja y sin soltar los abrigos que rebosaban en mi brazo me dispuse a seguir buscando.
El hombre soltó una carcajada.
–Estás loca. No te lo quitarán–.
–¿Cómo?. ¿Es que no lo venden?. Tengo que llevarme al menos uno–.
–Sí que lo vendemos, pero sólo al que lo necesita–.
Algo desconcertada, hice caso omiso a las palabras del anciano y volví a fijar mi atención en los abrigos.
–Ésta debe ser tu talla–.
Recelosa giré la cabeza.
–Toma–.
Parecía mi talla y era rojo como la sangre.
–Venga. Póntelo–.
Alargué el brazo, lo cogí y con un gesto rápido me lo puse. Efectivamente era mi talla.
–¿Qué tal?. ¿Cómo te sientes?–.
Suspiré antes de decir nada.
–Me siento muy bien–.
–Mira a tu alrededor– susurró el viejo.
Así lo hice y durante unos minutos fue increíble. Me sentía atractiva, poderosa, llamativa. Tenía la sensación de que el mundo se pondría a mis pies con sólo chascar los dedos.
Pero pronto algo me asustó.
La gente empezó a volverse más y más borrosa hasta desaparecer. Pasó con los que llevaban abrigos morados, verdes, naranjas, con todos y cada uno de los colores, excepto con el rojo.
–¿Qué es esto?. ¡Quiero quitármelo!– grité desesperada.
–Sólo un minuto más– dijo el anciano recolocándome el tejido sobre los hombros.
–Observa–.
De repente, los de abrigo rojo cayeron en la misma desgracia. Delante de mí se desvanecían sin remedio. Pero esta vez había algo distinto. Esta vez no todo desapareció, los abrigos seguían ahí, sujetos por perchas invisibles. Telas fantasmales flotando solas, levitando errantes por las calles del supermercado.
Eclipsada bajo los fuertes latidos de mi corazón, la vocecilla débil y cascada del anciano quedó relegada a un segundo plano, perdida en la corta distancia de apenas cincuenta centímetros que separaban su boca de mi cara. Por su tono amargo y cansado, supuse que no era la segunda, ni seguramente la tercera vez que me repetía la pregunta.
–¿Qué si es esto lo que quieres?–.
No respondí. Arranqué el maldito abrigo de mi cuerpo y cogiendo el mío gris salí de allí como alma que lleva el diablo.
No recuerdo el tiempo exacto, quizás fue una o quizás fueron dos las semanas que el miedo me mantuvo alejada del supermercado. Pero ese día, algo más fuerte que yo me obligaba a salir a buscarlo.
Crucé las puertas automáticas despacio como si el suelo bajo mis pies fuera de cristal agrietado. Sabía que estaría ahí. Hoy era jueves, tenía que estar. Y yo, yo sólo necesitaba verle y con suerte, si me atrevía, pasar por su lado y llevarme conmigo el aroma sensual y tibio de la madera de cedro de su perfume.
–¿Puedo ayudarte?–.
El olor a mucosidad que da una sinusitis mal curada penetró hasta lo más hondo de mis fosas nasales. No necesitaba darme la vuelta para saber que era el viejo, pero aún así lo hice. Por la intensidad del olor hubiera jurado que estaba más cerca, pero me equivoqué, el viejo aún se encontraba a varios metros de distancia. Con las manos detrás de la espalda y una sonrisa burlona, sus pequeños pero ágiles pasos habían salvado rápidos los metros que nos distaban. Tan rápidos como para no darme tiempo a huir.
–¿Qué fue aquello?– pregunté retrocediendo un par de pasos.
–¿Qué?– respondió el anciano invadiendo la loseta que acababa de dejar libre.
–Lo del otro día– dije intentando ver disimulada lo que escondía el viejo.
–Lo de los abrigos–.
El viejo clavó sus ojos sobre los míos, y tras acentuar brevemente la sonrisa, sacó las manos de detrás de la espalda.
–¿Gris?–.
Ese era el color del abrigo que sostenía tras de sí. Tan gris como la ceniza, como el humo que tose el tubo de escape de un coche, tan gris como mi abrigo.
–Nosotros tenemos algo especial– balbució el anciano.
En ese instante, toda la seguridad que había mostrado días atrás se esfumó. Ahora, la timidez y el miedo escénico de un niño pequeño abrazaban sus palabras.
Cuando me quise dar cuenta mi mano acariciaba su brazo con dulzura.
–Siga. Le escucho–.
–Podemos verlos sin que su luminosidad nos deslumbre. Con nuestro gris podemos verlos tal cual son.
Estúpidamente, agudicé la vista como si aquel gesto me ayudara a entender mejor la explicación entrecortada del anciano.
–El intenso brillo de sus abrigos les ciega de tal forma que no pueden verse entre ellos. Son increíblemente maravillosos pero creen que su color es el único que merece la pena ser visto. Los abrigos lo captan y sólo les dejan ver eso.
–¡Pero las personas se vuelven invisibles!– respondí en un tono más alto del que hubiera deseado. –En esta ciudad todos somos invisibles... hasta que alguien nos descubre. ¿No crees?– susurró el viejo señalando algo.
No pude evitar seguir la dirección que marcaba su dedo. En el pasillo de enfrente, despistado, el chico del abrigo rojo rebuscaba en una de las estanterías. Había llegado una hora antes.
Intrigada, torcí la cabeza para leer lo que estaba escrito en el gran bote que acababa de coger. “Pintura gris”, decía.
La inmensa alegría que sentí duró poco. La voz de aquel camillero me golpeó como una guantada dada con fuerza y sin avisar.
–Señor Smith. Tiene que venir con nosotros–.
–¿Qué hacen?–.
–Este señor es paciente del Hospital Maudsley–.
–Hola Eddy–dijo el viejo resignado.
–Hola señor Smith. Ya sabe como va esto–respondió amable el joven ofreciéndole el brazo.
–Pero, no está loco. Yo también lo vi– musité confundida.
A mi lado, el segundo camillero mascaba algo entre sus dientes mientras me escaneaba con la mirada.
–Es convincente el viejo, ¿verdad señorita?. No me lo diga, ha usted también le ha contado la tontería de los abrigos–.
–¡Pero yo lo vi!–exclamé.
–No sé lo que ha visto, pero por su bien no vaya diciendo esas cosas por ahí a no ser que quiera terminar como él. ¡Mundo de locos!– gruño el joven dándome la espalda antes de acabar la frase.
Me quedé callada, desolada, notando el recorrido templado y sereno de una lágrima que bajaba
acariciando mi mejilla hasta los labios. Allí, sentí el salado de su gusto.
De repente, justo cuando el anciano estaba a punto de salir del supermercado escoltado por los dos camilleros, apreté los puños y llena de verdad grité. Grité tan alto como mis pulmones me dejaron.
–¡Yo también lo vi!. ¡Usted me lo enseñó!–.
El anciano giró el cuerpo todo lo que los forzudos brazos de los camilleros le permitieron y sonrió.
–¡No te dejes deslumbrar!– gritó antes de que las puertas automáticas se cerrasen tras él. Permanecí allí de pie durante unos minutos más acariciando mi abrigo gris, hasta que detrás de mí una voz dulce y masculina me sorprendió.
–¿Estás bien?–.
El aroma sensual y tibio de la madera de cedro me rodeó. No necesitaba darme la vuelta para saber quién era. Pero aún así, lo hice.