LUIS GELADO
Camina Lucille a trote ligero, más propio de poni y que de brioso corcel. Las piernas cortas y las nalgas prominentes con las que la naturaleza premió a las mujeres de su familia no dan para galope, sino para ser arrastradas de forma acompasada, para seguir acordes y ritmos, para atraer las miradas de los hombres.
Camina por los vericuetos de su nuevo hábitat y aprovecha el trayecto en autobús para repasar el contenido de su bolso sin extrañar nada que pueda trastornar su larga jornada laboral. Lápiz de ojos verde, barra de labios verde, pañuelos de papel del mismo color, una estampa de Santa Teresa y el libro de oraciones en español que tanto la reconforta.
Se enfunda el uniforme de trabajo y se dirige a su mesa para afrontar una jornada más de movimientos automáticos, casi robóticos, repetidos con la misma cadencia día tras día, mientras recita para sus adentros las oraciones que la mantienen viva, alejada del mundanal ruido, sólo interrumpidas por comentarios de sus compañeros u órdenes ignoradas del supervisor.
Y, de vez en cuando, cruza miradas con él, hechizado desde el primer día que la vio por el bamboleo de sus caderas, por lo esponjoso de sus labios, por el brillo de su piel oscura y por esa mirada que le cautiva y atemoriza a un tiempo. Y así pasan los días en la cocina, los de ella y los de él, entre cruces de miradas furtivos, palabras que se pronuncian hacia dentro y excusas para estar cerca uno del otro.
Cada mañana ella llega temprano, para rezar por él, para bendecir su lugar de trabajo, y hasta sus cuchillos, pidiéndole a su dios que no le dañen, que no arruinen su plan. Cada tarde él busca trabajos extra para salir a la misma hora que ella y verla enfundándose su chaqueta verde antes de acompañarla hasta la parada del bus, comentando en tono jocoso los sucedidos en el duro día de trabajo y raza vez aludiendo a temas personales.
Me gusta que te guste el verde, comenta él, sonrojado de timidez, en una ocasión
No podría vestir otro color aunque quisiera, responde ella, como suele, intrigante y evasiva.
Y los encuentros fuera del trabajo se van alargando, primero paseos por el parque en primavera, luego visitas a los museos que no parecen despertar en ella el más mínimo interés, hasta que una tarde en el pub las manos se acercan y tocan invitando a sus labios y al resto de sus cuerpos a hacer lo propio, a romper tabúes y precauciones, a dar rienda suelta a los deseos ocultos, contenidos sin razón durante tantas horas de sus vidas. Y él se lanza, le declara su amor con palabras lisonjeras, sacadas de tantas lecturas en solitario, memorizadas con la esperanza de encontrar a alguien que las merezca y se siente como nunca antes, agraciado, pletórico, libre de miedos, rescatado de la penumbra vital que se prolonga desde su adolescencia.
Han llegado a su casa, se han sentado en la cama y las manos de ella, pequeñas, se esmeran en recorrer de forma casi compulsiva cada centímetro de su cuerpo, en desenmarañar sus cabellos. asiéndose a su tronco y extremidades con fuerza mientras cumplen con un ritual de casi dos horas en el que ella, más experta, lleva la iniciativa conduciendo a su hechizado compañero al éxtasis mientras hunde sus uñas en el cuello de su amante que la mira horrorizado, demasiado para gritar, resistirse o, siquiera, apartarla.
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