A.D. ALEMÁN
Dos silbidos rápidos, uno corto y otro largo. Estaba seguro de que provenían del final de esa calle.
Sus extremidades le empezaban a fallar, pero aún así la recorrió lo más deprisa que pudo. Fue frustrante comprobar que tampoco estaba ahí. Tan frustrante como en las otras calles que le habían hecho desembocar en aquella.
Llevaba horas persiguiendo un sonido armónico que incesantemente le llamaba y desvanecía su ilusión en cada esquina que descubría vacía.
El camino se abría a izquierda y derecha. –¿Y ahora?– pensó. De nuevo los silbidos, uno corto y otro largo, le guiaron claramente a la izquierda. Sin aliento, enfiló la nueva calle tirando de su cuerpo en la dirección indicada hasta toparse con las cancelas de hierro forjado que la cortaban. El silbido le pedía entrar. Dos veces como siempre. Inconfundible.
Agotado, dejó caer la cabeza entre las rejas y observó el campo de maleza seca que se extendía tras ellas. Entre las cruces de madera, esculturas afligidas de ángeles y vírgenes de mármol le miraban expectantes.
Los silbidos se hicieron más repetitivos hasta no haber espacio entre uno y otro, hasta convertirse en uno solo infinito. Ya no le pedía entrar, se lo ordenaba. Cogió todo el aire que sus viejos pulmones pudieron albergar, se armó de valor y obedeció.
Nada más cruzar las rejas los silbidos se ralentizaron como el ritmo de su enfermo corazón. Por fin había llegado a su origen. El fondo de la tierra, debajo de uno de los pivotes de cemento. No había duda, era él.
Despacio, con sus pequeños ojos llenos de felicidad, se acostó sobre la tumba y comenzó a ladrar y mover la cola tanto como sus pocas fuerzas le permitieron. Un silbido, un latido, un silbido, un latido... Cada vez la frecuencia de ambos era más lenta.
Minutos más tarde, el cementerio volvió a quedar en silencio.
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