"La Tormenta"

sábado, 25 de enero de 2014

B.B.
Los grandes búfalos pastaban tranquilos sobre la vasta extensión de tierra infinitamente tapizada de un verde que el sol y el viento dotaban de diferentes tonalidades. En su eterno rumiar, las bestias también fijaban su atención en las dos figuras que desde un montículo los observaban.
–¿Qué te preocupa tanto, que te impide vigilar la manada? –dijo la mayor de las dos con aire de autoridad. Era el gran jefe indio de la tribu.
–Padre, quiero subir allá arriba donde ni siquiera las poderosas nubes pueden llegar –respondió el chico, que fijaba su excitada vista hacia lo alto.
–Mmmm…! La gran roca del viento, pero… ya sabes que allí mora el gran águila, que al ver amenazado su nido puede hacer, sin mucho esfuerzo, que te despeñes por la ladera.
–¡Ja… Ja…, el gran águila! No le temo ni un poco. Pelearé y lucharé con ella hasta hacerla desistir de sus intenciones –dijo el chico firmemente.
–Bien, hijo. Entonces, cuando hayan pasado unas estaciones y seas ya un hombre, podrás subir hasta la lejana cima.
Así, en su cuenta atrás hacia la aventura, el chico esperó impaciente a que otro día más pasara.
A la mañana siguiente, padre e hijo esperaban algo de pesca en el caudaloso río que discurría cerca de sus tierras.
–Algún día, padre, iré a lo más hondo del río, donde ni sol ni luna pueden llegar con sus brazos de luz –dijo acercándose a la orilla.
–Ya veo… –le contestó el padre, aparentemente tranquilo y sin apartar la vista del agua–. Aunque debes saber que a esa profundidad te encontrarás el pez mordedor, que unas pocas dentelladas puede incluso herirte de muerte.
–¡Ja… Ja…, el pez mordedor! Seré tan fiero como él hasta que lo haga salir del agua por su propia voluntad.
–Si ese es tu deseo…, entonces bajarás allí cuando hayas crecido un poco más.
Así, en su cuenta atrás hacia la aventura, el chico esperó impaciente a que otro día más pasara. Ya de noche, cuando la tierra cede toda su majestuosidad al cielo, donde miles de estrellas con la rebosante luna a la cabeza parecen rivalizar con el sol, los dos indios observaban el firmamento.
–¡Ay, padre! Vendrá un día en el que llegue a lugares tan lejanos que ningún hombre haya podido ni imaginar.
–Ya…, pero no será difícil que en ese tu gran viaje encuentres peligrosas fieras y gentes con malas intenciones –advirtió el padre.
–¡Ja… Ja…! Cazaré a toda fiera que ose cruzarse en mi camino y me servirá de alimento. Sus carnes me harán más fuerte para poder luchar contra ladrones y bandidos –respondió el chico firmemente.
–Bien, hijo mío. Entonces no seré yo el que te retenga en ese momento.

Así, en su cuenta atrás hacia la aventura, el chico esperó impaciente a que otro día más pasara. Una vez acostados, oyó como una tormenta rugía en la distancia. Algo asustado, fue corriendo a la tienda de su padre.
–Padre, déjame dormir contigo esta noche –dijo el chico en voz baja mientras su padre se incorporaba lentamente.
–Sí, claro; pero antes dime la razón que te trae junto a mí.
–Es que la tormenta… –titubeó el chico.
–¿La tormenta…? Sabes perfectamente que el viento no la traerá por el poblado. Va en dirección contraria. Aquí estamos a salvo del rayo.
–Sí, pero… –el chico bajó la cabeza.
–Entiendo. De modo que no temes al afilado pico del águila, a la implacable mandíbula de un pez, a las fieras garras de las más horribles bestias… ¡y te asusta algo que sabes que no puede hacerte ningún daño! –dijo el padre seriamente.
Entonces, mientras continuaba hablándole, comenzó a acercar el dedo índice hacia el muchacho…
–Pues bien, hijo, acabas de conocer a tu peor enemigo, infinitamente más poderoso que los demás y al que deberás combatir durante toda tu vida, cualquier camino que elijas –dijo el gran jefe indio mientras su hijo con los ojos muy abiertos seguía atónito al dedo que suavemente se posaba en medio de su frente:
-¡Tu miedo!
Pensativo, el chico se retiró en silencio a su tienda. Poco a poco comenzaba a entender lo que su padre le acababa de transmitir.

Así, en su cuenta atrás hacia la aventura, esperó tranquilo la llegada de un nuevo día.

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